jueves, 28 de abril de 2011

BREVE HISTORIA DE AMOR DE DOS MOZALBETES:
(un Romeo campesino y una Julieta citadina)


Era yo un chamaco
y tenía yo un amor
que adoraba con pasión.
Un beso, un arrumaco,
esperaba con fervor.
¡Que hermosa ilusión!

Tenía yo las mechas paradas
como las de un puerco espín,
y un bigote apenas naciente.
Padecía de uñas encarnadas
y caminaba como un periquín
sobre un techo caliente.

Era yo chiquitillo y flaco,
muy tímido y apocado,
del puro campo venido,
traído cual un macaco:
en una jaula encerrado,
según mi suegro querido.

Pero nada de eso importaba,
mi novia así me adoraba.
Y yo sorbía ansioso el aire
donde ella pasaba con donaire,
aunque a veces era sin don
y se movía sin ton ni son.

¡Que linda mi Julieta
con su piel de cajeta,
tan joven y lozana,
con su cara de palangana
que me causaba desvelo,
con su largo y negro pelo.

Pero un día mi padre,
¡créelo, oh qué madre!,
en su mentalidad senil,
no aceptó mi ansia juvenil
que veía otra realidad,
y me dijo con crueldad:

-Oye tú, joven romeo,
mira que se ve muy feo,
que, como ha sucedido,
tú andes tan seguido
con esa tierna muchacha-.
Yo quedé con la cabeza gacha.

Quedé triste, anonadado,
turulato y acomplejado.
¡Qué padre tan ingrato!
¿No ve que cada día un rato
necesito ver a mi amada,
con su cara colorada,
con su andar de gacela
y ojos de noche en vela?

No me lo puedo creer.
¿Ahora qué voy a hacer?
¡Oh que enorme tragedia!,
si parece una comedia
de la época medieval
con un ingrato final.

¿Cómo la acompaño al colegio
en mi vehículo regio,
que tan veloz se desplaza,
pero que es monoplaza?:
mi sencilla bicicleta
que admira mi Julieta,

y desea montarse en la barra,
pero, ¿de dónde se agarra?
si lleva los cuadernos
y usa zapatos modernos.
¡Qué cruel angustia!
Tengo la cara mustia.

Es tanto el sufrimiento
que a nadie le miento
si digo que estoy sufriendo
y a pocos voy muriendo.
Se me tuerce la jeta
al pensar en mi Julieta.

Pero el tiempo todo lo cura,
y mal de amor nunca tanto dura
como para matarlo a uno.
Hoy el eterno desayuno
me sirve mi Julieta:
café, queso y galleta.

Pero yo amo a mi Julieta,
voy y le cojo una galleta
y me la como sin rechazo,
le doy un fuerte abrazo,
un beso y un buen apretón,
tengo alegre el corazón.

Y si no me gusta la comida
lo disimulo enseguida,
adopto una actitud sumisa,
y hasta finjo una sonrisa
mientras me trago los balines
y regaño a los chacalines
que no se comen el manjar
que ella nos acaba de dar.

Aunque vivo mejor hoy día,
que en mi pasada soltería,
y con mi Julieta todo lo tengo,
y así muy claro lo sostengo
porque adoro a Julieta,
siempre añoro mi bicicleta.





CRONOSCOPIO

AYER


Oh tiempos esos en que la conquista
era un proceso largo y delicado:
una mirada habla, ella se despista.
Él se le declara muy enamorado,
ella se hace entonces la rogada:
que primero lo tiene que pensar,
que el permiso de su madre adorada,
que el estudio no se puede atrasar,

que como él sería el primer novio
a ella eso le da un cierto temor.
Él la tranquiliza: ¿no es obvio
que en noviazgos y cosas de amor
él no tiene la menor experiencia?
Pero le ofrece sincero su corazón
lleno de amor, bañado de inocencia.
Ella sabe que es calva la ocasión,

y acepta entre recatados sonrojos.
Él suspira descansando su congoja.
Ninguno osa mirar del otro los ojos,
ella con descuido su mano afloja,
él la atrapa con dedos temblorosos.
¡Oh qué escenas de verdadera terneza!,
¡oh qué tiempos tan dulces y hermosos,
llenos de inocencia y de belleza!

Ella se cubre con su pequeña sombrilla.
mientras que por el parque se pasean.
Él le da un suave beso en la mejilla,
de carrera, no sea que algunos los vean,
un roce nada más con sus labios cálidos
y con su tieso bigote una leve cosquilla.
Ella se mueve nerviosa, sus dedos pálidos
no pueden ni sostener casi la sombrilla.

Luego él con el suegro habla valeroso,
le pide la entrada autorizada a la casa.
El suegro se asusta como “mocoso”.
A ratos no sabe qué es lo que pasa.
¡Que tiene novio su niña consentida!
¿Cómo?, ¡pero todavía es una bebita!
Pero el mundo camina y pasa la vida
y esto ni el más pintado lo evita.

HOY

Ahora la cosa es tan diferente.
Desde el kinder hay parejitas
que siempre andan muy juntitas.
El padre se da cuenta de repente
que su hija se da de apretones
con un maje en el cole, en la malla.
¿Y si se está pasando de la raya
en alguno de los oscuros rincones?

El pobre padre hasta se descompone
al pensar en tan triste posibilidad,
¡los cuadros que se ven son una barbaridad!,
y el hombre mucho menos que se repone.
Revive sus años mozos; empieza a comparar:
Uno al otro le pasa el chicle mascado,
no hablan, parecen vacas en su pastado
a la vera del camino viendo el tren pasar.

¿Y cuando no se están en público apretando?:
él con su juego en el celular de bolsillo,
ella con lector de “cd” que suena como grillo,
y para que él oiga lo que está escuchando
en el oído uno de los auriculares le coloca,
y los dos tiemblan con reprimidos espasmos
moviéndonse presos de epilépticos marasmos.
¡Y no podía faltar!: otro chicle a la boca.

Luego él le da un apretón y un beso sonoro
que cual bomba por el todo barrio resuena,
¡y que a ninguno de los dos les dé pena!
¿Dónde está la decencia? ¿dónde el decoro?
¡Ay Dios mío, qué congoja! El progenitor
ve a todos que de alcahuete van acusándolo.
Así, angustiado, poco a poco va matándolo
aquella forma de pasión, más que de amor.

¡Qué juventud la de hoy! ¡Ay qué tristeza!
Y por si fuera poco, su hija le pide dinero
para invitar al novio al negocio esquinero,
a una “mil cheic” y a una super hamburguesa.
Y que por qué no le compra teléfono celular,
que todos sus compañeros y amigos tienen uno.
Al hombre se le queda atravesado el desayuno,
y con tales motivaciones se va a trabajar...



CUENTOS:

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRA

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

CUENTO 7- LA CABEZA DE AGUA

Tengan todos buenas tardes,
les saluda su amigo Conrado,
que hoy al pueblo he llegado,
sin andar haciendo alardes,
y como siempre, soy humilde.
Mis historias vengo a traerles,
sin nunca quitarles ni ponerles,
una coma, un punto, o una tilde.
Y aunque soy simple campesino,
que no tengo mucha escuela,
he echado colmillo y espuela.
Si nací siendo un sietemesino,
eso no me ha impedido crecer,
en cuerpo y también en cultura.
Yo pertenezco a la llanura,
pero eso no hace padecer,
porque un gran público tengo
que me escucha con atención,
y a cambio les doy mi corazón
cada vez que aquí yo vengo.
Y aquí les va, con detalle,
esta real y triste narración,
que expone la situación
que sucedió allá en el valle.

La mujer sintió algo extraño en su corazón cuando escuchó el horrísono ruido de la cabeza de agua que bajaba impetuosa por el riachuelo. Una invisible mano poderosa le atenazó la garganta y sintió un ligero mareo, sobreponiéndose a su pánico gritó con toda su alma:
—¡Chalito, Chalito! —y salió desesperada, volando más que corriendo, hacia la poza distante unos pocos metros donde sabía que su pequeño hijo estaba jugando en el agua.
Al llegar al paredón por donde bajando unas improvisadas gradas de tierra y madera se llegaba a la poza, se detuvo en seco como detenida por una pared. Un largo monstruo de barro, ramas, piedras y agua, bajaba por el riachuelo, no pudo ver a su hijo, pero “sabía” que ahí estaba.
—¡Chalito, Chalito! —dijo con voz desgarrada cayendo de rodillas en la húmeda tierra.

Chalo Tata, a quien se le unieron los vecinos más cercanos, emprendió la búsqueda del cuerpo de su pequeño hijo. Uno de ellos lo encontró un par de kilómetros abajo, enredado en unas raíces, morado y lleno de golpes y heridas. Lo envolvió en una manta y tomando el rifle, hizo dos disparos al aire.
El entierro fue lo más triste que se haya visto en el pequeño pueblo enclavado en el fértil valle, los padres del niño, angustiados al máximo, sollozando, con los ojos saltados y enrojecidos, no pudieron ocultar su dolor.
Apenas terminada la ceremonia, regresaron al rancho, en medio de mudos reproches. Ella culpaba a Chalo por no haber hecho la casa en un lugar más seguro, él la culpaba a ella por haber dejado al niño ir solo a la poza. Ella se lo hizo ver con llantos y reproches durante el camino, lo culpó, lo ofendió, y el Chalo, que siempre había sido muy callado, enmudeció. No le respondió una palabra, lo que la enfureció más, por lo que le gritó y le escupió. Él metió salvajemente las espuelas en las costillas del agotado caballo y la dejó sola por momentos, pero ella no se quedó atrás más que unos segundos y se convirtió en su sombra incómoda, molesta y ofensiva.
Desde ese día el Chalo Tata no volvió a mencionar palabra alguna. Salía con el alba a volar hacha en la montaña y regresaba en la tarde, silencioso, cansado, sudoroso y de mal humor. Una tarde, cuando regresó ya no encontró a la mujer, no la buscó, ni se encogió siquiera de hombros.
Empezó a regresar más temprano a la casa, se paraba frente a la poza y le tiraba piedras con rabia, queriendo devolverle alguna de las heridas causadas a su hijo.
Dejó de ir al pueblo, salvo las veces que le era indispensable para comprar comestibles. Llegaba al pueblo, dejaba la lista de compras y se iba a la cantina. Siempre mudo, siempre sin abrir la boca. Ninguno de los conocidos y desconocidos logró sacarle una sola palabra, lo más que consiguieron algunos fue un intercambio de golpes y patadas.
Cada vez que bajaba al pueblo, después de tomarse un par de tragos, Chalo Tata se encaminaba al cementerio, ahí, frente a la humilde cruz de madera con el nombre de su hijo, lloraba por minutos y quizá hiciera alguna plegaria silenciosa, eso nadie lo podría asegurar, lo que sí notaban era la rabia conque arrancaba las macollas de zacate.
Regresaba al pueblo empujando a todo mundo, en busca de pelea. Al principio más de alguno le respondió y se armó la bronca, pero con el paso del tiempo comprendieron que si se hacían los indiferentes, Chalo Tata se quedaba tranquilo y no pasaba nada.
—Está mudo desde la muerte de su hijo.
—Para mí que se está volviendo loco.
—Más desde que se le fue la mujer.
Un buen día, Chalo Tata se levantó como siempre, se hizo el café, pero no salió a trabajar. Se quedó frente a la poza por horas, luego ensilló el caballo y se marchó. Nadie volvió a saber de él por varios meses hasta que un día lo vieron regresar. Traía una alforja al hombro que cuidaba con esmero. Estaba más flaco y barbudo, con los ojos hundidos, afiebrados, y un poco jorobado.
Pasó a la cantina y no se quitó la alforja para nada. Se tomó unos tragos, fue al cementerio, lloró amargamente e hizo un gesto de despedida y volvió a la cantina. Compró un par de litros de licor y se marchó a su rancho. Allá sacó con gran cuidado el contenido de la alforja, lo revisó y lo dejó sobre la mesa. Tomó una de las botellas y fue tomándose los tragos casi como un ritual.
Al otro día, temprano, se levantó Chalo Tata. Tomó unos nuevos tragos de licor, preparó lo necesario en la alforja, se puso las botas de hule y tomó riachuelo arriba. Caminó por unas tres horas en busca de la naciente principal del arroyo. Conforme subía, el terreno se hacía más agreste y el riachuelo transcurría entre farallones y cañones de gran altura. Después de un pequeño recodo vio la pared rocosa de donde salía el naciente, pronto llegó a ella. Se sentó en una piedra, sacó la botella, tomó varios tragos y la reventó con rencor contra el naciente, luego sacó los cinco cartuchos de dinamita que había preparado en un racimo fuertemente amarrado, con una mecha de un par de metros de largo, buscó al lado del naciente un lugar donde no salpicara el agua y en una hendidura de las muchas que tenía la roca puso la dinamita, levantó el puño derecho cerrado en plan de amenaza y le prendió fuego a la mecha.
Una vez que se cercioró que no se apagaría, comenzó a caminar lentamente riachuelo abajo. Un par de minutos después oyó el terrible fragor, aumentado por las paredes del cañón.
Chalo Tata volvió a levantar su puño y siguió caminando con lentitud. Unos minutos después, cuando se había apagado totalmente el ruido del explosionar de la pólvora, un apagado rumor fue rodando riachuelo abajo.
Chalo Tata supo de qué se trataba y con ojos rabiosos y llenos de fracaso, levantó ambos puños, se paró con firmeza y no se dignó siquiera lanzar una breve mirada hacia atrás, esperando, sin decir nada, a pie firme en una última muestra de decisión, la enorme cabeza de agua que venía cañón abajo arrasándolo todo.

Y así fue, punto por punto,
tal como les he contado,
que nada le he cambiado,
como sucedió el asunto.
Si un hombre pierde interés
por las cosas de esta vida,
buscará entonces la salida
haciendo las cosas al revés.
Pero ninguno debe juzgar
de Chalo Tata la decisión,
que estando en tal situación
uno no sabe cómo va a actuar.
Que juzgar desde la barrera
es muy cómodo y sencillo,
pero usaríamos otro martillo
si uno mismo la víctima fuera.



CUENTO 8- EL BOYERO SIN BUEYES

Caminaba Conrado rumbo a la pulpería del pueblo después de haber dejado su caballo en el patio de un conocido y vio a unos chicos del pueblo que molestaban a un pobre hombre que azuzaba a una imaginaria yunta de bueyes para que caminaran con prisa.
—¡Arre, güeyes, arre! —les grita y con una varilla los chucea para que se muevan a mayor velocidad— ¡Arre que mi chamaco necesita llegar onde el doitor!
Viendo a los chamacos en aquella molestadera para el pobre hombre, los llamó.
—¡Hey, chamacos, vengan acá!
Ellos, que lo conocían y les encantaba oír sus narraciones, dejaron en paz al boyero sin bueyes y se juntaron alrededor de Conrado. Éste se sentó bajo la sombra de un higuerón y les dijo.

Yo a ninguna persona regaño,
más a todos digo la verdad,
sin importarme ni la edad,
la posición social o el tamaño.
Y soy muy claro en esto:
si algo yo he practicado
desde que me llamo Conrado
es el ser hombre honesto.
Ninguno de ustedes conoce,
la pena que a ese hombre aflige,
recuerden que yo se los dije,
su dolor no es para que otro goce.
Para que ustedes entiendan,
el porqué de su enfermedad,
les voy a contar con veracidad
y quizá hasta se sorprendan.

Chepo, como se le conoce a este hombre, siempre fue muy trabajador, honrado y leal compañero. Yo trabajé con él en una hacienda en la bajura, era un jinete de primera y un domador innato. No había bestia que se le resistiera, ni mujer que no lo quisiera. Como ustedes lo han visto, no es un hombre guapo, pero tenía un algo que atraía a las mujeres.
Como a él le sobraban, nosotros aprovechábamos su popularidad para conseguir compañera cuando íbamos al baile. Era bueno para las trompadas también y no había quien tuviera su agilidad para levantar de los ruedos a otro. Sin embargo sus peleas eran más de espectáculo que de golpes, no le gustaba pegarle a nadie, los bailaba, los cansaba, los levantaba del ruedo, los hacía caer de miles maneras y al final terminaba ofreciéndole la mano a su contrincante.
Todos lo conocían y lo respetaban, por sus cualidades como peleador, como peón, como ser humano.
En la hacienda estuve casi un año y como yo era muy correcaminos, lié mis bártulos y me fui a otros lares. Hace como cuatro años volvimos a vernos por aquí cerca, me contó que se había casado y tenía un chamaco de doce años. Se había venido a hacer una finca en la montaña con su esposa y su hijo y ahí vivía muy contento y se sentía realizado porque había logrado buenas siembras de frijoles y maíz y criar varias vacas y cada día veía crecer el fruto de sus esfuerzos y los de su familia.
Volvieron a pasar unos meses y me lo encontré tomado aquí en el pueblo. Llorando me contó su tragedia.
Allá adentro, en su finca, el hijo se había caído de un palo de guabas y se había golpeado muy feamente. Le dolía el pecho mucho y vomitaba sangre. Él enyugó la yunta de bueyes, lo echó en la carreta y se vino al pueblo para que lo viera el doctor. Era época de invierno y los caminos estaban muy malos, los bueyes trabajosamente jalaban la carreta entre los barriales y el hijo se quejaba con gran dolor.
La carreta se le atascó en un pegadero subiendo una cuesta y él desesperado
—¡Arre, güeyes, arre! —les gritaba y con una varilla los chuceaba para que se movieran a mayor velocidad— ¡Arre que mi chamaco necesita llegar onde el doitor!
Y seguía en su desesperación porque el hijo cada vez se ponía más pálido y ya casi ni se quejaba.
—¡Arre Bonito!, ¡arre Palomo! —les gritaba a los animales con fuerza y los zocolloneaba de los cuernos.
—¡Aguanta hijo!, ¡aguanta, que falta poco! Estos güeycillos nos van a sacar de aquí!
Pero ante la fuerza de los elementos y las circunstancias adversas, muchas veces el hombre no tiene otra opción que resignarse y aceptar las cosas como vienen.
El llamado Palomo resbaló y se golpeó la rodilla de la pata derecha delantera que crujió con gran alarma del Chepo. Al tratar de ponerse en pie no apoyó más dicha pata en el suelo, la mantuvo en al aire semi doblada, y ya no hubo forma de hacerlo andar.
La angustia atenazó al corazón de Chepo, pensó una y mil cosas al mismo tiempo: desenyugar el buey o ponerse él mismo en su lugar, echarse al hijo al hombro y sacarlo, soltar el buey sano y usarlo como caballo y otras muchas cosas más que ni recordaba. Pero todas inútiles y fantasiosas. El hijo lanzó un breve suspiro y Chepo corrió alocado hacia él, con la cara pringada de lodo, le tomó la mano y notó la enorme debilidad del chico. Comprendió que se le iba, que eran pocos segundos los que lo separaban de la muerte.
Le apretó la mano, le corrió los cabellos de la frente y lo sintió hirviendo de calentura. Las lágrimas, gruesas y pesadas, resbalaron por la sucias mejillas de Chepo. El niño abrió los ojos acuosos y blanquecinos y expiró en sus brazos.
Unas horas después, atinó a pasar por ahí un vecino y encontró al Chepo abrazando al difunto, gimiendo y diciendo cosas sin sentido. Logró quitarle al muchacho de los brazos y ponerlo en la carreta, entonces el Chepo sacó su cutacha y se fue contra el Palomo.
—¡Maldito animal, te mataré!
—¿Pero que vas a hacer Chepo?, ¿qué culpa tiene el pobre buey?
—Por culpa de este inútil animal no pude llegar al pueblo onde el doitor con mi muchachito pa curarlo. Lo voy a tasajiar aquí mesmo.
—¡No sias tonto hombre! Matando el buey no revivirá el muchacho. Además recordá que esta yunta es la que te ha permitido levantar la finca que tenés, es con la que siempre has podido sacar la cosecha en cualquier época del año.
El vecino logró convencerlo, pero Chepo quedó trastornado. Por ratos le da la locura y vuelve a creer que sigue arriando los bueyes con la carreta llevando al hijo moribundo.
Otras veces está totalmente sano y en un momento de esos me contó su tragedia.

A ustedes les doy esta explicación:
las cosas no son como parecen,
aunque las razones no aparecen,
nada sucede sin tener una razón.

Pero como la verdad no conocemos,
con frecuencia hasta nos burlamos,
y locos ridículos los consideramos,
con sádica crueldad los ofendemos,
cuando ellos solo las víctimas son
de un dolor, de una tragedia grave,
que solo aquella persona sabe
cómo le ha destrozado el corazón.

Es una dolorosa y triste historia,
la que el pobre Chepo ha vivido,
si a nosotros no nos ha sucedido
no es como para cantar victoria,
porque el dolor sin consuelo
en cualquier momento golpea,
y a cualquiera se lo apea,
trayéndoselo hasta el suelo.

Y si ahora nada se les ofrece,
hoy suspendo mis narraciones,
que oirán en otras ocasiones,
que su amigo Conrado regrese.

miércoles, 20 de abril de 2011

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRA

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

CUENTO:

4- DESPEDIDA

Permitan a todos les salude
con cariño y con afecto,
que soy hombre correcto,
que aquí vine como pude,
para darles con satisfacción
un rato de esparcimiento.
A todos mi reconocimiento
por su paciencia y su atención.
Como siempre les repito,
Conrado es mi apelativo,
y aunque sea muy relativo,
a mí me suena bonito.
Y si a alguno no le gusta,
el nombre que me dieron,
señores, ya lo oyeron,
a mí nadie me disgusta.
Les traigo una historia pequeña,
de cosas muy extraordinarias
para la que, como dice ñor Arias,
no se necesita el santo y seña.
Pónganle mucha atención,
y no se pierdan palabra,
que con un abra cadabra,
aquí les va mi narración.

Tenía ella la edad de la juventud soñadora, pero la vida de la mujer que debe cumplir duras faenas hogareñas en una familia campesina, que vive en el campo, lejos de las comodidades que nosotros siempre hemos tenido. Hoy día quién se imagina que para tener agua en la cocina hay que ir con un balde a traerla al río y acarrearla por una cuesta resbalosa y caminar 100 metros con el recipiente a cuestas, quién conoce lo que es ir a lavar la ropa aporreándola sobre una piedra del río, o hirviéndola en una olla, quién se puede imaginar que las fuentes de luz artificial eran botellas y frascos de vidrio con canfín y una tira de tela como mecha, quién cree que mucha ropa había que almidonarla y plancharla impecablemente utilizando ya fueran planchas que se tenían que poner continuamente en el fogón para calentarlas, o de carbón, con las que había que tener un enorme cuidado para que no manchara con la ceniza la ropa blanca.
Qué tiempos aquellos en que los dolores de estómago se calmaban con una bolsa de agua caliente, para los dolores de pecho se ponía una tortilla caliente con manteca de chancho en la espalda, que el bayrun, el alcohol alcanforado, la malva, la yerbabuena, la manzanilla, los pelos de maíz, el llantén eran medicinas cotidianas. Los quelites del chayote, las flores del madero negro, el tronco del árbol de papaya, eran alimentos, los berros se recogían de cualquier riachuelo, los jocotes tiernos se hacían en miel, y tantas otras cosas que se han perdido. Nadie sabía lo que era colesterol ni triglicéridos y todos comían chicharrones a cualquier hora hasta fríos, todos le ponían buena natilla a las tajadas de plátano maduro, todos se comían un delicioso gallito de picadillo de papa que goteaba manteca y achote, nadie se preocupaba por presión alta al tomarse un buen chirrite, ni por diabetes al saborear una miel de chiverre.
Ella se creó ordeñando vacas, jalando agua del río, lavando en una piedra de la quebrada, desgranando maíz, cocinándolo con ceniza y palmeando las tortillas que cocinaba en el negro comal de hierro puesto sobre el fogón de leña, cocinando carretadas de arroz y picadillos, haciendo bizcochos y tamales para el rezo, más bien fiesta, que hacía su padre en marzo para el día de su onomástico. Y de vez en cuando, saliendo con sus hermanas y hermanos al baile del pueblo, en uno de los cuales conoció a su futuro marido, con el que conviviría hasta que la muerte se la llevó.
Y de misterios está llena la vida y más cuando se habla de la muerte. Un día determinado, en la tarde, estaba la joven en el sanitario de hueco, haciendo lo que ahí se hace, y escuchó una voz tenue que pasaba como llevada por el viento que le decía: “Adiós Lita”. Ella entendió claramente la frase y reconoció perfectamente la voz de su abuela materna, salió apresurada y vio para todos lados: nadie estaba ni cerca del lugar donde hacía tan humanas necesidades.
Unos días después les llegó la noticia: la abuela que tanto la quería y la chineaba cuando la veía, había muerto el día y a la hora en que ella oyó la voz que se despedía.

A pesar que algunos no lo crean,
cosas raras se dan en la tierra
y mucho misterio se encierra,
aunque ellos así no lo vean.
Más de una cosa rara y extraña
a ustedes yo les he contado,
pero ninguna la he inventado,
ni es cosa del guaro de caña.

Son cosas que solo el que las ha vivido
no duda de su verdadera existencia,
por eso es normal que haya resistencia
en creer de todo el que no las ha sufrido.

Por eso yo les digo compadres
que no muere el que la palma,
que nunca podrá morir el alma,
ni muere el amor de las madres,
ni el que esta vida ha terminado,
más bien pasa a la vida verdadera
que no tiene dolor, ni otra sufridera.
Pero, por hoy, mi discurso he acabado.


CUENTO:

5-¡QUÉ SIN GRACIA!

Cuando yo camino en la noche
bajo la luz de una hermosa luna,
no tengo dolor ni pena alguna,
de alegría hago buen derroche.

Con mi alegre y vieja dulzaina
voy llenando de notas el camino,
yo mismo me hago mi destino
sin mucha cosa y mucha vaina.
Sin en algún recodo la muerte
a llevarme con ella me sale,
yo le voy a decir que se jale,
que no se ha acabado mi suerte.
Que en este mundo ingrato
donde todos sufren daños
he sido feliz por muchos años,
y vivir me falta todavía rato.
No dejo que el mundo me domine,
que Conrado me denominaron
desde el día que me bautizaron,
y que desnudo al mundo yo vine,
y desnudo me he de marchar,
que nada de este mundo traidor
tiene siquiera el menor valor,
por ello nada se debe ambicionar,
más que el ser honrado, honesto,
que lo reconozcan por buena gente,
poder andar siempre en alto la frente,
y con esfuerzo yo he logrado esto.

Cierto que la muerte nos ha de llevar,
pero no hay que salir a buscarla.
Pero, bueno, ya basta de charla,
mejor vamos la historia a escuchar.


Un día, sin que nadie sospechara siquiera sus intenciones, el Cholo, lanzó la bomba a la hora del la comida.
—Me voy con Paco Calvo a trabajar a San José en el camión.
En la mesa, atiborrada de hermanos, se hizo un silencio lleno de estupor.
Y aparecieron los inevitables porqué y los ¡cómo se le ocurre!, y los ¡piénselo bien!, y todos los cuestionamientos cliché de estos casos dictados por la costumbre de mantener un statu quo que se prolongó por decenios, sin ser siquiera nunca objetado, ni dejar huella consciente en las mentes de la familia.
El Cholo se iba y algo tenía que resentir de la familia, algo le disgustaba, pero no quería decirlo. De no haber nada, como decía él, ¿por qué iba a abandonar a la familia que tanto lo amaba y con la que siempre se había llevado muy bien?, ¿por qué se iría de la finca donde siempre tendría un trabajo seguro y el amparo de todos los demás, para irse de atorrante a otros lados?
La finca había sido el mundo sobre el cual había girado la familia desde siempre. Desde que el abuelo había llegado a romper montaña en aquellos tiempos en que el tigre rondada libre y en grandes cantidades por todos lados, cuando las lapas y las alondras llenaban los cielos de colores, cuando las mariposas enormes y brillantes se levantaban por miles de las plantas, cuando los currés llenaban los árboles con sus picos multicolores, cuando las bandadas de pericos y loras ensordecían al pasar, cuando el manigordo, el danto y el tepezcuintle llenaban las montañas, cuando la tierra era negra y no había que ararla, con solo aventar la semilla salía el frijolar en cualquier lado, cuando cada yuca era gorda como muslo de chola liberiana, cuando cada aguacate era del tamaño de un coco, y cada plátano cuadrado parecía la pata de una mesa de billar. En la finca habían nacido, se habían criado y habían hecho su fortuna los abuelos, los hijos, los nietos, todos. ¿Por qué ahora alguno de ellos iba a preferir marcharse a mundos desconocidos, a mundos de maldad, de vicios y de gastos por todos lados?
Nadie, entonces, entendió al Cholo, ni nadie lo apoyó, como es lógico. Pero, al descuido, cuando los demás, especialmente los padres no la podían oír, la menor de las hermanas se lo dijo:
—¡Cuánto te envidio, Cholo! ¡Ojalá pudiera irme con vos! Yo no quiero enterrarme en vida en esta finca como mis hermanas que solo han sabido casarse y llenarse de chiquillos panzones. No quiero quedarme aquí donde el único futuro es lavar mantillas, cocinar, lavar, y tener más hijos.
Ya en presencia de todos los demás el Cholo explicó:
—Ya estoy cansado de trabajar con el ganado, de exponerme a una cornada cuando tengo que ir a destorsalar un novillo, o a marcar un torete matrero. Volar machete no me preocupa, pero la verdad, tanta boñiga y tanta garrapata y tanto vivir preocupado por una cornada no es vida para mí.
Y el Cholo se marchó entre el dolor y el resentimiento de la familia, entre la envidia solapada y los reproches hipócritas de aquellos que admiraban su valor y su iniciativa, pero que no se atrevían a decir nada.
Pasó el tiempo y ninguna noticia llegaba del Cholo, excepto una vez que uno de los sobrinos de sus padres vino de paseo y les informó que un día había llegado a visitarlos a Guadalupe. Seguía trabajando de peón de carga del camión repartidor de mercadería.
Pero lo que se cree permanente, lo que hoy se mira inamovible mañana será volátil, lo que hoy conceptuamos como estático vemos luego cuán efímero es, lo que suponemos permanente se vuelve pasajero, lo que teníamos hoy como seguro en la mano, más tarde nos habremos dado cuenta que se ha diluido entre los dedos. Un día una institución estatal ofreció comprar la finca para hacer un asentamiento campesino y el negocio se llevó a cabo. Y los que siempre habían tenidos sus raíces enclavadas en aquella tierra y que consideraban no saber nada más que de ganado y de finca, asentaron sus reales en el pueblo, y se hicieron comerciantes y comisionistas, guardaron su chonete de lona y compraron un sombrero panamá para lucirlo los fines de semana y las fiestas, cambiaron sus botas de hule llenas de boñiga por otras de cuero brillante y tacón cubano y sus caballos por un vehículo de doble tracción.
Se adaptaron bien al pueblo y se acostumbraron a visitar las ciudades y reconocieron que el Cholo no tenía que haber tenido resquemores para marcharse en busca de otra vida.
Las noticias del Cholo ya fueron un poco más frecuentes y un día, para fin de año, cuando la familia se reunía en las tardes a ver los toros a la tica, ese espectáculo en que un grupo de improvisados se mete al redondel y a veces sin más capote que un trapo cualquiera, un sombrero o una gorra le hacen frente al toro en molote, vieron entre el grupo que desfilaba al entrar al redondel al Cholo.
—¡Vean, vean! ¡Ese es el Cholo! —gritó la hermana menor, que por cierto se encontraba muy a gusto viviendo en el pueblo.
La barahúnda que se armó fue grande. Unos llamaban a la mamá que dejara las gallinas y se viniera a ver al Cholo en la tele, otros venían con una silla a acomodarse cerca del televisor para no perderse detalle.
El Cholo estaba en la plaza tranquilo, eso de quitarse un toro no era extraño para él y en medio de tanta gente quizá ni siquiera tuviera una oportunidad de hacerle alguna suerte.
Y se inició el espectáculo tan esperado por el populacho deseoso siempre de ver los volantines que el toro le daba a más de uno de aquellos intrépidos e improvisados “toreros”, que todos dicen “si no hay levantines y revolcones, la corrida no tiene gracia”.
En el redondel, unos corren lejos apenas sospechan la presencia del toro, otros se esperan de pie firme para sacarle alguna suerte. El toro sale despavorido, corre alocado para allá y para acá, no sabe a cuál de aquel tumulto hacerle tiro, se cansa pronto y se queda quieto, administrando sus fuerzas para no correr inútilmente. Uno de los jóvenes pasa veloz frente a él y el toro intenta vanamente golpearlo, luego pasa otro, en un momento se forma el círculo humano que rodea al animal, corren todos por turno irregular frente al toro, o por detrás halándole el rabo. El animal da vueltas, echa espuma por el hocico, agacha la testuz y sus bufidos levantan granos de arena.
El Cholo se ha incorporado al círculo y en el momento en que hace carrera para pasar tocándole un cuerno al toro, otro improvisado frente a él hace lo mismo, ninguno ve al otro y chocan con fuerza. Cholo lleva la peor parte y queda ligeramente descontrolado. El toro arremete contra él, lo embiste y lo eleva por los aires unos tres metros. El grito de estupor es unánime en las graderías. El volantín y la tremenda caída auguran muy mal resultado para el torero. Uno de los presentes, con un pequeño capote aleja al toro del caído, un grupo de improvisados aprovecha la oportunidad, toman al Cholo por las manos y los pies y lo llevan aprisa al puesto de la Cruz Roja.
—¡Dios mío, lo mató! —grita la hermana menor.
—¡No diga yeguadas! —reacciona otro de los hermanos, pretendiendo, sin saberlo, oponerse no a ella, sino al destino.
La madre ha tenido “la suerte” de no llegar a tiempo frente al tele, no ha visto lo sucedido. Los hijos solo le dicen que al Cholo lo golpeó el toro, no le hablan de la seriedad que presienten. Discuten y acuerdan esperar noticias, no pueden irse a la capital sin saber dónde ir y a qué.
Una hora después llega la temida llamada telefónica del patrón del Cholo: este ha fallecido en el hospital.
—¡Qué sin gracia! —dice la hermana menor, olvidando los pocos deseos de abandonar el hogar que le quedaban— Irse de la finca por no querer enfrentarse al ganado para ir a que lo mate un toro en Zapote. ¡Qué sin gracia!

Algunos dejan su terruño
para irse en pos de sueños,
de quimeras, de empeños,
que son de diferente cuño.
Dejan sus seres queridos,
sus amores, sus familiares,
sus recuerdos a millares
buscando bienes indefinidos.

No siempre la suerte les sonríe,
y pasan muchas calamidades.
Yo les aconsejo a mis amistades:
nadie de la diosa fortuna se fíe.

El que nació para maceta,
dicen, del corredor no pasa.
Pero de seguro, a la sala de la casa
va a llegar, si sigue mi receta:
A todo lo que haga póngale amor,
trabaje con honestidad y empeño,
tenga siempre presente su sueño,
y tenga a toda hora buen humor.


CUENTO:

6- EL HUECO

Cantando y silbando por trillos,
acompañado por el relinchido
de mi noble y leal caballo lucido,
aquí he llegado abriendo portillos,
cruzando montañas y potreros,
el corazón de alegría colmado,
que por algo me llamo Conrado,
para estar entre los primeros,
que al pueblo hoy se llegarán,
para disfrutar, reír y enfiestarse.
Pero, señores, les ruego sentarse,
que ahora otra historia me oirán.

No me culpen si mis recuerdos
son parte de lo que les cuento,
porque si de ellos hago recuento,
vienen a veces veloces, otras lerdos,
pero no me dejan de acompañar,
sean llenos de alegría o de tristeza,
y constituyen la mayor riqueza,
que de gratis puedo conservar.

Entonces les hablo, no se extrañen,
de mis experiencias personales,
que algunos estaban en pañales,
y yo ya era curtido, no se engañen,
cuando me ven con esta caparazón,
ya mucha experiencia acumulo,
y si soy más terco que un mulo,
es cuando sé que tengo la razón.

Por eso les traigo historias
del presente y del pasado.
Con honor me llamo Conrado,
y esto es parte de mis memorias:

Ñor Conejo era el boticario del pueblo, nadie sabía dónde o cuando había aprendido algo sobre medicamentos y remedios, era el “médico”, el curandero, y, además, era el dentista emergente que sacaba cuanto diente o muela dolorida se le pusiera por delante sin ningún miramiento. Atendía pues, desde el niño que se había metido un grano de maíz en un oído, hasta el hombre que tenía una grave herida, o a quien había picado una terciopelo.
Parturientas no atendía porque para eso estaban las comadronas, además, ¿cuál mujer de esos lugares y épocas estaría de acuerdo en ser atendida por un hombre en tales circunstancias?
Era un hombretón grande y fofo que lo mismo aplicaba una inyección que una lavativa, igual un purgante que un poco de almidón con limón ácido para el dolor de estómago, sobaba una “pega” o entablillaba una pierna quebrada para mientras llegaba al hospital el accidentado, sajaba una infección como sacaba un nido de tórsalos, con la punta de la cuchilla perforaba una uña que acumulaba sangre bajo ella por un majonazo, como recetaba unas hojas de chile dulce calientes en los diviesos.
Todos pasaban por sus manos antes de irse para la ciudad en busca del doctor o del hospital cuando era necesario.
Había desarrollado sus mañas y su propia psicología para tratar a los pacientes, como aquella vez que a mí, siendo niño, me enviaron donde él a que me sacara una muela de la cual estaba rabiando hacía días. Como no quise ponerle la boca de buena gana, él me dijo:
—Allá veo a su tata, si no se deja sacar la muela, lo llamo para que venga y lo sostenga.
La botica quedaba en una esquina de poca altura, desde la cual, ciertamente se veía parte de la pulpería de mi padre. Yo, que había sido criado a la vieja usanza de gran respeto y consideración por los padres, me preocupé más ante aquella posibilidad que ante la angustia de la extracción, por lo que solo atiné a decir:
—No, no lo llame.
Y sentándome en la alta silla, haciendo de tripas corazón, abrí la boca cuanto pude.
Arrastraba, este hombre, una oscura fama desde antes de ser el respetado boticario del pueblo, de haber matado a alguien, fama que aunque era conocida de todos, él no se preocupaba de desmentir, antes por el contrario, creo que le gustaba que se extendiera.
A pocos kilómetros del pueblo tenía una pequeña finca y se le metió una mujer de parásita, (precarista les llaman ahora) y levantó un rancho de tablas viejas. Todos en el pueblo conocíamos a la mujer como “la Chancha’e barro”. De dónde o el porqué del sobrenombre no lo sé, pero era pequeña y gordilla, amén de que tenía un carácter bochinchero y ofensivo. Solo enemistades tenía entre la población.
El boticario, por las buenas y por las malas, le solicitó que saliera de la finca, pero ella, terca como una mula, se negó a hacerlo.
Alguno quizá habría recurrido a la violencia, ahora tal vez a las autoridades. Pero en esas épocas y lugares, el precarismo era bastante desconocido, además de que las mismas autoridades del pueblo tampoco hubieran podido hacer más que lo que ya había intentado Ñor Conejo.
Pero la astucia de Tío Conejo, el personaje de los “Cuentos de mi Tía Panchita” de Carmen Lira, no es exclusiva de ese conejo y el boticario, como ustedes lo verán, de tonto no tenía ni un pelo.
Unos días después de que el boticario le hablara a la invasora de lo ajeno sin resultado alguno, llegaron un par de peones cerca del rancho de la susodicha, llevando picos y palas, así como unas estacas y un mecate en el cual se veía un par de nudos, con él marcaron algunas medidas en el suelo, clavaron las estacas y empezaron a cavar un hueco.
La mujer, que los había visto venir desde lejos, corrió hacia ellos y les preguntó:
—¿Qué están haciendo?
—Un hueco que nos mandó hacer Ñor Conejo.
—¿Para qué?
—No sabemos, pero nos dijo que lo hiciéramos con estas medidas y que fuera suficientemente hondo, como para enterrar a alguien.
—¿Para enterrar a quién?
—No quiso decir, pero nosotros suponemos que piensa matar a alguien.
—Sí —intervino el otro peón que había estado silencioso—, ya sabemos que hace unos años había matado un hombre, ahora parece que va a matar a alguien más y para eso es este hueco.
—¿Y no les dijo quién era?
—No, pero debe ser alguien que vive cerca, porque nos dijo que hiciéramos el hueco bien cerquita del rancho para no tener que jalar el cadáver mucho.
La mujer se fue y dejó a los peones en su trabajo, el que realizaban parsimoniosamente.
Al rato los hombres llegaron al rancho y le dijeron a la mujer, que nerviosa los atendió:
—Nos vamos a ir porque parece que va a llover. Mañana volvemos en la mañana a terminarlo, tal vez usté nos venda un cafecito antes de empezar.
—Tal vez.
Al día siguiente, cuando los peones llegaron por el cafecito encontraron el rancho vacío, la mujer se había llevado sus pocas pertenencias. Sin más preámbulo sacaron la botella de canfín que llevaban en la alforja y le pegaron fuego a la casucha, luego pasaron cerca del hueco tranquilamente y se marcharon a dar cuenta al boticario.

Recuerden amables amigos:
más vale maña que fuerza.
Aunque el destino se tuerza,
y ustedes han sido mis testigos,
con buena maña y con gracia,
con ingenio y con paciencia,
con esfuerzo y persistencia,
se supera cualquier desgracia.

miércoles, 13 de abril de 2011

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRAS

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

Cuento
2- EL ZAPATO INÚTIL

Ahora les voy a contar
una historia de amores,
que me contaron los mayores,
así como la van a escuchar.
Si con esta historia a alguien le atino
en la mera mitad de la frente,
que no me crea mala gente
sino que son cosas del camino.

Porque el amor es desdichado
y el hombre es títere del destino.
Pero si con pimienta y comino
se le pone sabor a lo cocinado,
en forma muy parecida,
con el sufrimiento del amor
se le pone el buen sabor
a esto que se llama vida.

Como ya les había contado
a todos ustedes señores,
la madre de mis amores
me puso de gracia Conrado.
Nombre que a mucha honra llevo
con la frente muy en alto,
porque ni a nadie asalto,
ni me robo la gallina ni el guevo.

Pero basta ya de palabrejas,
de refranes y dicharachos
que ni entienden los muchachos.
Ahora, todos paren las orejas.

Tencha era una chola de buenos cuadriles, de aquellas que en la antigüedad tenían mucha aceptación porque se creía que ese físico les era muy propenso para parir los hijos, pelo negro como el carbón y mirada chispeante.
Había tenido varios admiradores con planes de casorio, pero con ninguno había hecho tiro, hasta que conoció a Paco. Y con él, sin casarse porque primero quería ver si se enyuntaban bien, habían dejado el pueblo y se habían internado en la montaña indómita y en la que se podía hacer finca y luego inscribirla en el registro, porque aquellas eran tierras sin dueño todavía.
Y abrieron montaña, y levantaron una choza con las propias tucas y maderas que cortaban.
Era valiente la chola Tencha, no le escurría el bulto al trabajo, ya fuera volando machete, apeando montaña, ayudando a parir a la yegua, destorsalando la vaca.
Y Paco no se le quedaba atrás. Había que ver a la pareja esa haciendo desmontes para sembrar frijoles, recogiendo el maíz.
Los primeros temores de Paco de que la chola no se aviniera al trabajo pesado, se esfumaron bien pronto cuando la vio calzarse las botas de hule, meterse dentro de ellas los ruedos del pantalón y ponerse un chonete viejo de lona aviraguada. Ahora eran otros temores los que lo asaltaban: que la Tencha se aburriera metida en ese recóndito lugar, donde como decía ella “el diablo dejó la chaqueta botada”, “y donde ni el viento llega”, agregaba él bromeando. La chola había sido tan fiestera, tan amiga de bailes y jolgorios, de bonitos vestidos y collares, de aretes y cintas en el pelo, de zapatos relucientes y coloridos, de medias de seda y uñas pintadas, ahora llevando sol y lluvia un día sí y otro también, trabajando como un hombre más y no un hombre cualquiera, sino uno de esos de pelo en pecho, de rompe y rasga, como le había oído decir una vez a un político que para las elecciones había llegado al pueblo a echar inflamados discursos, habladas de las que él y el resto del pueblo por igual, no habían entendido nada más que unas cuantas palabras sueltas, un montón de vagas e indefinidas promesas y eso sí, bien claro y contundente el pedido de “voten por mí”. Pero ahora la Tencha había demostrado de sobra que no se amuinaba con el trabajo, que no echaba atrás ni para coger impulso. Pero ¿y si se cansaba y si le hacían falta los bailes y las fiestas?, ¿si...?
El filazo fue directo a la pierna izquierda, la tibia crujió y se astilló. Paco lanzó un quejido de dolor y cayó al suelo. Se tomó la pierna que sangraba profusamente y se puso en pie trabajosamente apoyándose únicamente sobre la derecha. La chola que algo presintió lo volvió a ver desde su lugar de trabajo y se vino corriendo hacia él.
—Paco, ¿qué te pasó?
—Por estar pensando babosadas me distraje y me eché el machete en una pata.
Y la Tencha le sacó el pañuelo del bolsillo trasero, se lo amarró en la pierna y le ayudó a su Paco a llegar al rancho, lo tendió en la hamaca, le quitó el pañuelo, le echó un poco de café en polvo para que cesara la hemorragia y le amarró una venda que improvisó de un pedazo de manta.
Y después tuvo que alistar los caballos y montar al pálido y calenturiento Paco en uno de ellos y salir al paso, jalando la rienda del que llevaba al hombre, que difícilmente se sostenía en la silla. Habían pasado una semana esperando que cicatrizara la herida como era lo normal en aquellos casos según se lo dictaba la experiencia a ambos, pero la cosa se complicó, se infectó la herida, empezaron las calenturas y hubo que dejar todo y salir hacia el pueblo en busca de asistencia médica que sabían que no se podría conseguir allí, sino que tendrían que ir hasta la más cercana ciudad.
Apenas ingresar Paco al hospital le cortaron la pierna hasta la rodilla y tuvo que permanecer internado por mes y medio.
Tencha, mientras estuvo en la ciudad una semana, aprovechó para revivir sus alegres tiempos de antes de unirse a Paco. Bailó, se divirtió, hizo nuevos amigos y dejó nuevos enamorados. Pero la finca no se podía quedar sola, Paco estaría mucho tiempo internado y ella volvió al rancho.
Allá, en la soledad, acompañada únicamente por el sonido de los congos y las aves, recapacitó en lo que había sido su vida, lo que era ahora y lo que sería al lado de un renco, un hombre que ya no podría nunca volver a ser lo que era ni hacer lo que antes realizaba sin ningún problema. Un hombre que posiblemente viviría de mal humor, renegando de su maldita suerte y de lo dura que es la vida del campesino.
Recordó los últimos días que había estado en la ciudad y los ofrecimientos que la había hecho Tulio, aquel finquero viudo, de muy buen ver y mejor posición económica que le había prometido incluso tenerle un par de empleadas para que ella viviera como una reina. Pensó en que con Paco el futuro era muy incierto y el trabajo se le duplicaría, ella aún era joven y guapa, aún tenía posibilidades, como con aquel Tulio y otros más, cualquiera de los cuales le daría una vida más descansada, más acorde a lo que siempre había sido ella.
Un par de semanas después tuvo que salir al pueblo a vender los tres sacos de maíz que pudo cargar en uno de los caballos y comprar los comestibles que le hacían falta. Los vecinos comentaban en voz baja cuando la veían pasar:
—Me extraña que no se haya ido y dejado a Paco.
—Ahorita lo hace, vas a ver. Esperate apenas a que regrese Paco a la finca y vas a ver como de inmediato se cansa y lo abandona.
Ella, silenciosa, seguía su camino. Hizo las gestiones planeadas y regresó a su rancho. Nuevamente le asaltaron las dudas, pasaron los días monótonos, siempre el mismo clima, el mismo trabajo, el mismo silencio que la desesperaba. Comenzó a cantar en voz alta, capturó un perico y se puso a enseñarle a hablar, hizo otras cosas para paliar y espantar su soledad, entre ellas ir donde el vecino más cercano y pedirle un pequeño cachorrillo de los cinco que la perra había tenido hacía apenas unos días. El hombre le regaló uno, pero le pidió que lo dejara con la perra un tiempo para que se fortaleciera.
Pero el desánimo y la tristeza no la dejaron en paz. Un día, cuando ya no faltaba mucho para que Paco saliera del hospital según las previsiones que a ella le habían hecho los médicos, estando revisando sus ropas, dejó las dudas a un lado y tomó aquella firme decisión.
El día que el vecino llegó con el pequeño cachorro se encontró el rancho solitario. Llamó y buscó por los alrededores pero no obtuvo de respuesta más que los chillidos del perico encaramado en una rama del palo de guayaba donde lo había dejado la chola. El hombre dio media vuelta y se regresó con el perrito a su finca.
Un sábado, en las primeras horas de la tarde, Paco, andando en un par de muletas y su única pierna, con una bolsa de manigueta sostenida entre sus dedos que aferraban también la muleta derecha, salió lentamente del hospital. Su semblante era pálido, sus ojos sin brillo, ahora era un hombre esmirriado, amargado, triste. En una palabra, era un hombre acabado. Lo que más le atormentaba no era su minusvalía, que con una pata de palo que se hiciera podría volar machete, volar hacha y hacer otros menesteres, como había visto en el pueblo al herrero que a pesar de faltarle una pierna trabajaba en dicho oficio con gran eficiencia, sino que era la reacción que tendría Tencha, al ver aquel despojo de ser humano, aquel remedo de hombre.
Con la cabeza gacha, no tanto para ver el suelo donde colocar las muletas, sino por su estado de ánimo, Paco tuvo un sobresalto cuando de pronto recibió un acalorado abrazo y un beso efusivo. Era la Tencha, la que atropelladamente le quitó la bolsa de los dedos y le dijo:
—Siempre me lo has estado pidiendo y yo diciéndote que nos esperemos, pero ya lo he decidido: casémonos. Ya he hablado con al Padre, tengo los padrinos y solo hace falta que vayás vos a hablar con él y a confesarte para casarnos mañana en misa de 9.
—Pero, yo ya no soy el de antes, ahora soy la mitad apenas, tendríamos muchas dificultades para salir adelante y nada será igual.
—No nada va a ser igual de hoy en adelante, porque he comprendido realmente cuánto te quiero y ya no necesito nada más. Con vos en el rancho la vida me será alegre y te cuidaré y te ayudaré en todo. Vos seguís siendo un verdadero hombre y así te quiero —le dijo ella radiante, y le estampó un sonoro beso.
Su vitalidad, su alegría, eran contagiosas y Paco se sintió renacer dentro de sí, se enderezó y empezó a caminar con sus firmes muletas rumbo a la Casa Cural. De camino, al pasar por el parque, vio un basurero y le pidió a Tencha la bolsa, la abrió y miró por última vez el inútil zapato izquierdo y con un gesto de decisión tiró la bolsa.

Y esta es la historia señor,
de un querer fiel y verdadero,
y aunque a veces no es sincero
lo que la mujer da como amor,
otras veces se da con pasión,
y sigue al hombre doquier
siempre dándole su querer,
sin importarle la situación.
Como la Tencha, mujer tenaz,
honesta, valienta , trabajadora,
fiel en la buena y la mala hora,
no se encuentra así no más.
Pero, como ella hay muchas,
hombro a hombro, al marido
siempre lo han seguido,
acompañándolo en sus luchas.

Y yo me despido, con pena y sin gloria,
de toda la estimable audiencia,
y les pido que tengan paciencia
hasta que vuelva con otra historia.

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Cuento

3- EN LA MONTAÑA

Aquí volví otra vez
sin cuerdas en mi guitarra,
y que por eso igual se agarra
al derecho que al revés,
que al final da lo mismo,
aunque distintas cosas son
la gordura y la hinchazón.
Por eso en mi bautismo,
para que fuera hombre de honor.
me impusieron el Conrado,
ese que muchas cosas ha contado,
llenas de alegría y de dolor,
pero con las que más de uno
con ganas se carcajea,
porque no hay novia fea,
ni pan duro en el ayuno.
Para no tener perro que me ladre,
ni gato maula que me arañe,
ni mujer que me regañe,
y el sueldo me desmadre,
es que sigo siendo solterón,
y aunque más de una chola
a mí me mueve la cola,
soy pizote solo y cimarrón.
Pero señores, tomen asiento,
cierren los ojos, abran los oídos,
todos en silencio y sin ruidos,
porque aquí les va el cuento.

Yo me conozco la montaña de aquí de memoria. La he andado tantas veces que puedo recorrerla con los ojos cerrados, se dónde está ubicado cada árbol y los diferencio perfectamente a todos según su clase, su tamaño, su grosor u otra característica. Sé dónde queda cada cueva, cada escarbadero hecho por distintos animales, reconozco cada rincón umbrío donde ponerme a descansar después de corretear al tepezcuinte, ubico perfectamente cada nido de ave y cada panal de avispas, en cuáles copas de los árboles se posan los currés y las lapas, adivino en cuáles troncos secos habitan los pericos, intuyo dónde tienen sus comederos los saínos, llevo grabado en la mente cada matorral, cada ondulada, cada lloradero y naciente.
¿No voy a conocer detalle a detalle esta montaña, si tengo más de treinta años de andar por ella?
Veo un pájaro bobo que brinca muy cerca y automáticamente recuerdo aquella historia que me contara mi padre, cuando siendo niño se puso atrás de una de esas aves y estuvo tantas veces a punto de agarrarla que la siguió y la siguió hasta que se vio perdido en la montaña y cuánto la había costado salir de ella.
Siento el calor del vaho que se levanta de la húmeda tierra haciendo agobiante la atmósfera. Busco un lugar mullido lleno de hojas bajo un gran árbol, pongo la alforja en el suelo y me siento a descansar con la espalda recostada al grueso y musgoso tronco. Entrecierro los ojos y me dejo llevar por los ruidos de las aves, los sonidos de las ramas al ser movidas por el viento y rememoro otras viejas historias, como aquellas que me contaba mi madre.
Ella, cuando niña, vivía en una finca alrededor de la laguna de Arenal, de aquel viejo y desaparecido Arenal, y venía de dejarle el almuerzo a su padre que estaba apeando montaña para sembrar arroz. De pronto vio un par de chiquillos desconocidos de unos ocho años que jugueteaban entre los troncos de los árboles caídos. Curiosa se acercó a ellos, era muy extraño aquello porque no tenían vecinos cercanos y nunca había visto niños en esa finca que no fueran sus propios hermanos o familiares que de vez en cuando los visitaban. Los niños salieron corriendo con poca velocidad y ella los siguió, recorrían un breve trecho y se paraban, la volvían a ver riéndose y la dejaban acercarse, luego emprendían otra pequeña carrera. Sin darse cuenta se había internado en la montaña y de pronto no volvió a ver más a los niños. Estuvo perdida varias horas hasta que su padre que la había ido a buscar la encontró toda llorosa y asustada.
Una vez en casa y después de explicar su aventura, la mamá, con toda naturalidad dijo simplemente:
—Fueron los duendes.
Yo, de niño, había oído todas esas historias y otras más sobre distintos encantamientos y seres que asustaban, tanto en el pueblo como en la montaña, incluso había vivido en carne propia el terror que produce en la noche, en una habitación solitaria, el pollito, aquel ser invisible que se mueve por el piso de madera haciendo su aterrador sonido similar al de un pequeño pollo y que no había forma de ver ni de acallar.
Recordaba también lo que mi madre me había contado sobre un maleficio que le había echado una nica a uno de mis tíos porque no le había correspondido en amores. A partir de ese momento, la familia vivió días de angustia y tormento. Mi abuela era una mujer muy aseada, muy cuidadosa y hasta melindrosa con la comida, siempre tenía sumo cuidado con lo que cocinaba. Pues eso de nada valía ya que apenas alistaba la comida y se la servía a su hijo, cuando he aquí que, sin que se supiera cómo, aparecía una asquerosa cucaracha dentro de ella. Preparaba la comida con todo cuidado, la tapaba bien para servirla y al momento de destaparla estaba la cucaracha ahí. Le alistaba un vaso de chocolate y un maldito insecto aparecía en él. Esto sucedió por muchos días y únicamente a la comida de ese hijo, hasta que la malévola nica se fue a vivir a otra provincia y todo volvió a la normalidad.
Las cucarachas también, le había contado su mamá, eran visitantes asiduos del marido de una de sus hermanas, pero éste las veía por montones en las puertas, en las paredes, en el piso, en todo lugar cada vez que estaba borracho. Era un castigo por ser un mal hombre, cruel, violento y mujeriego.
Recuerdo una ocasión que en el viejo Arenal mi padre me llevó a visitar a una anciana vecina que estaba agonizando. Pedía aterrorizada que le quitaran esas arañas que andaban por las cerchas y le iban a caer encima. Yo volví a ver las ahumadas cerchas una por una, cuidadosamente y no vi ninguna araña, pero a la anciana estaban por caerle encima.
¿Duendes, espantos, sustos, maleficios, visiones, realidades? Es imposible discernir lo que en una mente es falso y lo que es real.
Ya descansado me levanto, vuelvo a acomodarme la alforja en el hombro y prosigo mi camino.
En la pulpería de mi padre (yo tenía 9 años), algunos clientes, en las primeras horas de la noche, a la luz de las canfineras, narraban historias y sucesos que habían vivido. Yo me quedaba por ahí escuchando con temor y hasta espanto aquellas narraciones de hombres honestos y humildes, de campesinos trabajadores y esforzados. Un día me fui a acostar y me dormí con el pánico latiéndome en el pecho. No sé cuánto tiempo después, mi hermano inmediatamente mayor se despertó asustado y me llamó diciéndome que viera esa cabeza de caballo que se movía en la pared. Yo entre sombras logré ver que una figura se movía efectivamente en la pared frente a nuestra cama común. Puse más atención y distinguí la forma de las hojas de la rama del limonero, que crecía al lado de nuestra casa, que la luna llena proyectaba dentro de la habitación.
Reconozco el lugar por donde camino y sigo, no es mucho lo que me falta para salir de la montaña y desembocar en el camino de tierra que me llevará a mi hogar.
La Tule Vieja, El Cadejos, La Llorona, El Padre sin Cabeza, La Segua, La Carreta sin Bueyes..., cuántos espantos, cuántas historias de hombres convencidos de haberlas vivido, de haber visto a los personajes terribles y sobrenaturales, escuché en mi infancia. ¡Bah!, cosas de niños que algunos adultos no desechan de su imaginación. ¿Quién puede creer en semejantes babosadas, sino solamente un niño? Se necesita ser muy ignorante y muy supersticioso para creer en tales fantasías. Yo por dicha no creo más que en seres reales y vivos y para defenderme de ellos ando mi cutacha al cinto.
Al tocar mi cutacha recuerdo cuando tenía yo unos ocho años, allá en el Viejo Arenal, un domingo al mediodía, cuando llegaron unos peones a avisarle al policía que en el camino a Río Chiquito habían encontrado tirado en un barrial a Mincho Corrales, muerto, con un tiro en la garganta.
La voz se corre de inmediato en todo el pueblo y se comienzan a formar grupos de vecinos en las pulperías y cantinas. Todos comentan que lo debe haber matado Terencio Reyes, ya que Mincho lo había humillado el sábado por la tarde en la cantina. Mincho estaba borrachón y había agarrado a cintarazos con la cutacha al pobre Terencio delante de todo mundo, se había reído de él y lo había hecho salir paticas pa que te quiero.
Pero una cosa —me digo— es un hombre grandote como Mincho, armado con una cutacha para peores y otra un simple espantajo inventado por la imaginación desbocada de una persona.
Me paro de pronto. ¿Qué hago aquí? Si yo estaba ya a punto de salir de la montaña y estoy en otro lugar alejado de mi destino, ¿cómo llegué aquí? He estado divagando en mi mente, cierto, pero como ya dije hasta con los ojos cerrados puedo recorrer estos parajes sin desubicarme.
Una ligera angustia me atormenta el espíritu. Camino poniendo atención, desecho mis recuerdos, no quiero tomar por otro rumbo que no sea el más corto para llegar a mi destino. Sigo caminando con normalidad, oigo una ligera risa infantil cerca de mí, busco con la vista a todo mi alrededor pero no veo a nadie y reconozco que no he caminado nada. ¡Estoy en el mismo lugar de hace dos horas!
El corazón me late con mayor fuerza, una garra me aprisiona por dentro. Reconozco que estoy reviviendo el temor infantil de cuando estaba en la pulpería de mi padre oyendo sobre espantos y sustos. Me obligo a recapacitar en que soy un adulto de 40 años, que no puedo tener esa clase de temores, que conozco mejor que la palma de mi mano esa montaña, que debo haber estado caminando dormido y emprendo nuevamente el camino. Ahora sí planeo mi ruta mentalmente, se exactamente en qué sitio estoy y hacia qué dirección debo dirigirme y por dónde hacerlo. Antes de dar un paso visualizo mentalmente lo que me voy a encontrar y así no me puedo perder jamás. Controlo el tiempo en el reloj: una hora desde la última vez, es decir tengo ya cinco horas y media de caminar por esta montaña, y estoy a mitad del camino cuando en tres horas normalmente hago todo el trayecto.
¿Cómo me puedo perder en un lugar que conozco tan bien? ¡No es posible! No lo entiendo. Camino otra hora y media más poniendo atención en todo momento y estando consciente de por donde y para donde voy, cuando de pronto me vuelvo encontrar en otro sitio alejado de mi destino. Oigo ahora la risa de varios niños, que se va subiendo de tono hasta convertirse en una burlona carcajada.
Las risas me envuelven por todos lados, suena como niños que corren a mi alrededor, siento que me jalan la alforja y me la arrebatan del hombro, grito:
—¿Quiénes son, qué quieren?
Pero la voz me sale temblorosa y me siento aterrorizado y ridículo.
Las burlas se hacen crueles, me jalan el bigote, el pelo, me desatan los cordones de los zapatos, me botan el sombrero.
Corro para un lado pero me topo con maleza que no me deja avanzar, retrocedo y corro hacia otro lado pero tampoco puedo seguir, me siento aprisionado en una cárcel de malezas, arbustos y grandes árboles. Las risas retumban en el fondo de mi cerebro, veo el cielo girar y caigo como un plátano maduro. Quedo boca arriba, viendo las ramas de los árboles moverse por el viento y la claridad del atardecer que cada vez disminuye. Sigo oyendo las risas, y me desespero. Me pongo en pie trabajosamente decidido a salir de ahí.
Estoy atontado, no distingo claramente los objetos, las risas no me dejan pensar ni reaccionar. Me siento mareado y me tambaleo como ebrio. No puedo caminar y opto por sentarme sobre un tronco que encuentro cerca. Inclino la cabeza y la apoyo sobre mis manos.
De pronto una voz grita en el fondo de mi cerebro: ¡Los duendes! ¡Claro que son los duendes los que me están llenando la cachimba de tierra! ¡Malditos duendes!
No he terminado de oír en mi interior esa voz cuando un repentino silencio me deja más descontrolado aún. Las risas ya no resuenen por ningún lado, nadie me molesta, la alforja y el sombrero los tengo bien colocados, mis zapatos perfectamente amarrados. Igual que si no hubiera sucedido nada hace pocos segundos.
De pronto se hace la luz en mi cerebro. Por supuesto, en el preciso instante en que supe que eran los duendes los que me estaban molestando, estaba creyendo en ellos, con lo cual se dieron por satisfechos y me dejaron en paz.
Aunque en el fondo aún no estaba convencido de su existencia, me hice el tonto al respecto y me puse a cantar para distraer mi cerebro con otras cosas, no fuera que me volviera a pasar algo semejante.
Emprendo el camino nuevamente, ya sin ningún incidente y atravieso la montaña sin la menor duda de la ruta. A pesar de la poca luz que hay reconozco perfectamente el lugar donde estoy y sé que en poco más de una hora habré salido. En total me habrá llevado unas nueve horas hacer un recorrido en el que nunca he tardado más de tres horas. Pruebo el foco que siempre ando en mi alforja y veo que alumbra bien. La oscuridad que cae repentinamente no me preocupa, solo pienso en que no quiero volver a oír aquellas risas en mi vida.
¿Serían en realidad los duendes?
Sí, si, fueron ellos, me contesto de inmediato deseoso de mantener las cosas en paz.

Y aquí termina mi relación,
yo me perdí en la montaña.
Gracias a que tengo buena maña
salí de tan ingrata situación.
Por eso yo a todos les aconsejo:
en la montaña tengan cuidado,
ya vieron lo que le ha pasado
a este monteador tan viejo.

jueves, 7 de abril de 2011

EMPIEZO A DESGRANAR AQUÍ MI LITERATURA.

LIBRO:
RINCONES DE LUZ Y SOMBRA

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PRIMERA PARTE


HISTORIAS DE CONRADO


Aquí les presento lectores,
a mi amigo Conrado,
un campesino honrado,
cacique de narradores.
A quien le encanta decir,
con orgullo y diplomacia,
que Conrado es su gracia,
como mucho le vamos a oír.

Está siempre de buen humor,
lleno de gestos y de mañas,
contando heroicas hazañas,
cual un alegre trovador,
de los tiempos medievales.
Cual si fuera un juglar ilustre,
que solo espera como ajuste
los aplausos incondicionales,
de sus entusiastas escuchas,
que le regalan con su sonrisa.
Sentémonos, pues, sin prisa,
a escuchar sus historias muchas.

Atusa su mostacho abundante,
al estilo de fotografía antigua,
y con el escapulario se santigua,
ese que lleva en su pecho colgante,
de un viejo, largo y negro cordón,
lo besa y con estudiada parsimonia
lo guarda, terminando la ceremonia,
que su público sigue con atención.

Se aclara la rasposa garganta,
en la dura banca se repantiga,
las espuelas sacude con fatiga,
una imaginaria mosca espanta,
observa cuánta es la concurrencia,
inicia con un verso introductorio,
parte de su exclusivo repertorio,
que cautiva a su atenta audiencia.
Y en alegres y rumorosas cascadas,
saltan dichos, refranes, y frases
de palabras alegres y sagaces,
que provocan a veces carcajadas,
o que conmueven hasta la tristeza.
Conrado nos atrapa en su narración,
en todos nos despierta la emoción:
eso es de un narrador la grandeza.

1- EL RÍO ENAMORADO


Les voy a contar una historia
que aún guardo en la memoria.
Sacaré mis recuerdos añejos,
que eso nos sobra a los viejos.
No se pierdan una frase,
y que nada se les pase.
Pongan atención mientras les hablo,
más sabe el diablo, por viejo, que por diablo.
Con un machete herrumbrado
a mí me cortaron el ombligo,
me pusieron por gracia Conrado,
con mucho orgullo se los digo.
Aquí estoy, servidor de ustedes,
para contarles este bello relato,
como me pidió la niña Nicomedes,
para que se entretengan un rato.

Un río claro como rayo de luna llena, alegre como serenata a novia quinceañera, como plato de frescos chicharrones con limón criollo y buena botella de cususa de legítima cosecha personal, bajaba los cerros cantando, cantando como canta el viajero solitario en la noche recordando los amores que acaba de dejar en el pueblo; bajaba por las peñas y las laderas, por los llanos y las bajuras, regaba los maizales y hacía pozas donde corrían los guapotes y los barbudos, y la olominas reflejaban el sol del día, hacía estanques donde crecían los arrozales, donde en las noches se peinaba la luna mientras los astros tratan de conquistarla haciéndole guiños, daba de beber al tigre, al coyote, al venado, al zaíno, y al perro que los perseguía, al ganado y a los caballos, a los hombres y a las aves, recibía las cosquillas de las hojas de los árboles que a sus orillas medraban y que le regalaban su sombra, acariciaba sus raíces fuertes y a las piedras que lo adornaban, refrescaba con sus abrazos a la danta y escondía al tepezcuintle, atraía a las garzas de largas patas y a los piches, a los patos de plumas multicolores y después llegaba al mar y lo llenaba de vida con sus minerales y nutrientes.
Más a todo chancho le llega su diciembre, y el río arrogante y orgulloso, se enamoró de una quebrada que a su cauce caía. Era la quebrada de límpidas, transparentes y rumorosas aguas frescas. Tímida como campesina casera y honesta que va a conocer la gran ciudad, cohibida como paloma a quien el macho la impresiona inflando su pecho y levantando el plumaje, temerosa y anhelante como niña que recibe su primer beso de amor, así llegaba ella a la ribera del río y con movimientos suaves y lentos se entregaba al caudal impetuoso que la tomaba con anhelo y la llevaba en sus brazos fuertes y cálidos.
Y el río que bajaba antes tan alegre y altanero, tan seguro y despreocupado, comenzó ahora a sufrir como sufre el niño a quien le ponen zapatos por primera vez para su graduación escolar. Sufría con impaciencia en todo momento antes de llegar al punto donde se reunía con su amada, sufría tanto por el largo trayecto que tenía que recorrer solo, que un día decidió secarse en su nacimiento y empezar a brotar apenas unos metros antes de encontrarse con su idolatrada.
Y tarda más un calvo en peinarse de carrera al centro que lo que tardó el río en sacarse en su origen y dejar a cientos de agricultores y ganaderos sin el preciado líquido.
Pero el río vivía feliz, porque ya no sentía ni un momento de soledad. Porque desde que nacía se unía en tierno abrazo con su amada quebrada. Pero no hay gurupera que no chime, plazo que no se venza, ni mujer que no rezongue, y los pobladores se reunieron a ver qué hacían para recuperar el río que había desaparecido, y por cuya causa los amenazaba la ruina.
Discutieron y discutieron y a nada llegaron, como si estuvieran practicando para diputados. Y volvieron a hacer otra reunión y las discrepancias y diferencias de opiniones fueron mayores que la vez anterior.
Un finquero entonces, decidió por sí mismo ir a buscar al viejo ñor Mincho. Era ñor Mincho más viejo que la maña de pedir fiado y más arrugado que pañuelo en manos de novia nerviosa que espera en la iglesia que llegue el retrasado novio a la boda. Creían algunos que era descendiente de una bruja pueblerina y un indio montaraz, nadie lo sabía de fijo y él a nadie le contaba. Viejo zorro en los negocios, con el cual nadie quería entrar en tratos, soltero, porque decía que era muy inteligente para vivir con una mujer, no por ello dejaba de tener una docena de hijos con distintas mujeres, que según afirmaban, embrujaba a la que quisiera y solita llegaba a su petate.
El finquero le pidió ayuda para regresar el río a su naciente. Ñor Mincho, se hizo el desentendido hasta que el otro no le ofreció pagarle determinada cantidad que como quien dice “no la quiero, no la quiero, pero echámela en el sombrero”, había mencionado el viejo que sería muy agradecida por su persona, para saldar unos piquillos que tenía en algunos comercios del pueblo. Pidió algunos detalles que el visitante le proporcionó a como mejor pudo y quedó que en un plazo de ocho días, si ya le había llegado cuando menos la mitad del dinero, resolvería la cuestión.
Se fue al otro día el viejo matrero y recorrió lentamente el abandonado cauce del río. Mañoso que era como caballo de panadero de pueblo, había llevado una buena calabaza llena de agua fresca y la vació en las raíces de un viejo árbol que agonizaba casi a la vera del zanjón que había quedado por donde antes corría el río.
—Te traeré más si me dices por qué se secó el río —le dijo el anciano en una extraña lengua al árbol.
—Bien, te contaré. No por el agua que me prometes, sino porque sabes hablar mi lenguaje. Me han contado los pastizales que el río se enamoró de la Quebrada del Mono y para estar siempre cerca de ella no quiso seguir saliendo desde su naciente.
Se fue el viejo y durante tres días le habló y le rogó a la quebrada que hiciera al río volver a su antiguo recorrido. Más la quebrada se sentía muy halagada por la decisión del río y no le hacía el menor caso. Al cuarto día, el viejo, no le rogó ni le pidió ayuda de ningún tipo. Comenzó a contar historias de grandes y fuertes ríos que atravesaban los valles de bastos territorios, que eran fuertes y galanes, indómitos y bravíos, no como ese lloradero que nacía a unos metros de allí.
Fueron tantos sus cuentos y sus palabras ponderando otros ríos y resaltando el poco caudal que en ese punto tenía el río enamorado, que la quebrada comenzó a añorar los fuertes abrazos, las cálidas aguas tumultuosas que antes la recibían con anhelo y pasión. Ahora en cambio, era ella la que tenía mayor caudal y el río era un bebé indefenso y decepcionante.
El anciano estuvo en esos menesteres tres días y ya se le cumplía el plazo que le había dado al finquero y en vista de que la quebrada aún no se decidía a ayudarle, el viejo taimado hizo un desvío a punta de pala, y no fue mucho lo que tuvo que palear, porque el río era apenas un pequeño chorrillo de agua.
—¿Ves lo que te decía de la debilidad de tu maravilloso río? Con apenas unas pocas paladas de tierra ya no puede llegar a ti —insistió el viejo.
La quebrada no pudo resistir más la necesidad de volver a tener al que la había llenado de amor y le prometió al viejo ayudarle. El anciano quitó un poquillo de tierra y el chorrillo volvió a unirse a la quebrada, que con sus arrumacos y sus palabras revivió la vanidad del río, que encontrando muy cierta su debilidad e insignificancia, volvió a surgir desde su antiguo naciente.
Y así el viejo, hechicero o no, devolvió a toda la zona la prosperidad y la tranquilidad.
Nadie supo cómo hizo aquello, solo yo, que soy uno de sus nietos y heredero de sus recetas y pócimas lo sé.

Y aquí termino mi relato,
historia como esa nunca ha pasado,
no ha habido otro río enamorado,
ni tampoco tiene tres pies el gato.
Y es muy cierto este cuento
que yo nada les invento.
Todo lo digo con seriedad
porque es una gran verdad.
Y la lengua no me muerdo,
por eso a todos les recuerdo:
“Hombre que declara su querer
se vuelve esclavo de la mujer”.