miércoles, 13 de abril de 2011

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRAS

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

Cuento
2- EL ZAPATO INÚTIL

Ahora les voy a contar
una historia de amores,
que me contaron los mayores,
así como la van a escuchar.
Si con esta historia a alguien le atino
en la mera mitad de la frente,
que no me crea mala gente
sino que son cosas del camino.

Porque el amor es desdichado
y el hombre es títere del destino.
Pero si con pimienta y comino
se le pone sabor a lo cocinado,
en forma muy parecida,
con el sufrimiento del amor
se le pone el buen sabor
a esto que se llama vida.

Como ya les había contado
a todos ustedes señores,
la madre de mis amores
me puso de gracia Conrado.
Nombre que a mucha honra llevo
con la frente muy en alto,
porque ni a nadie asalto,
ni me robo la gallina ni el guevo.

Pero basta ya de palabrejas,
de refranes y dicharachos
que ni entienden los muchachos.
Ahora, todos paren las orejas.

Tencha era una chola de buenos cuadriles, de aquellas que en la antigüedad tenían mucha aceptación porque se creía que ese físico les era muy propenso para parir los hijos, pelo negro como el carbón y mirada chispeante.
Había tenido varios admiradores con planes de casorio, pero con ninguno había hecho tiro, hasta que conoció a Paco. Y con él, sin casarse porque primero quería ver si se enyuntaban bien, habían dejado el pueblo y se habían internado en la montaña indómita y en la que se podía hacer finca y luego inscribirla en el registro, porque aquellas eran tierras sin dueño todavía.
Y abrieron montaña, y levantaron una choza con las propias tucas y maderas que cortaban.
Era valiente la chola Tencha, no le escurría el bulto al trabajo, ya fuera volando machete, apeando montaña, ayudando a parir a la yegua, destorsalando la vaca.
Y Paco no se le quedaba atrás. Había que ver a la pareja esa haciendo desmontes para sembrar frijoles, recogiendo el maíz.
Los primeros temores de Paco de que la chola no se aviniera al trabajo pesado, se esfumaron bien pronto cuando la vio calzarse las botas de hule, meterse dentro de ellas los ruedos del pantalón y ponerse un chonete viejo de lona aviraguada. Ahora eran otros temores los que lo asaltaban: que la Tencha se aburriera metida en ese recóndito lugar, donde como decía ella “el diablo dejó la chaqueta botada”, “y donde ni el viento llega”, agregaba él bromeando. La chola había sido tan fiestera, tan amiga de bailes y jolgorios, de bonitos vestidos y collares, de aretes y cintas en el pelo, de zapatos relucientes y coloridos, de medias de seda y uñas pintadas, ahora llevando sol y lluvia un día sí y otro también, trabajando como un hombre más y no un hombre cualquiera, sino uno de esos de pelo en pecho, de rompe y rasga, como le había oído decir una vez a un político que para las elecciones había llegado al pueblo a echar inflamados discursos, habladas de las que él y el resto del pueblo por igual, no habían entendido nada más que unas cuantas palabras sueltas, un montón de vagas e indefinidas promesas y eso sí, bien claro y contundente el pedido de “voten por mí”. Pero ahora la Tencha había demostrado de sobra que no se amuinaba con el trabajo, que no echaba atrás ni para coger impulso. Pero ¿y si se cansaba y si le hacían falta los bailes y las fiestas?, ¿si...?
El filazo fue directo a la pierna izquierda, la tibia crujió y se astilló. Paco lanzó un quejido de dolor y cayó al suelo. Se tomó la pierna que sangraba profusamente y se puso en pie trabajosamente apoyándose únicamente sobre la derecha. La chola que algo presintió lo volvió a ver desde su lugar de trabajo y se vino corriendo hacia él.
—Paco, ¿qué te pasó?
—Por estar pensando babosadas me distraje y me eché el machete en una pata.
Y la Tencha le sacó el pañuelo del bolsillo trasero, se lo amarró en la pierna y le ayudó a su Paco a llegar al rancho, lo tendió en la hamaca, le quitó el pañuelo, le echó un poco de café en polvo para que cesara la hemorragia y le amarró una venda que improvisó de un pedazo de manta.
Y después tuvo que alistar los caballos y montar al pálido y calenturiento Paco en uno de ellos y salir al paso, jalando la rienda del que llevaba al hombre, que difícilmente se sostenía en la silla. Habían pasado una semana esperando que cicatrizara la herida como era lo normal en aquellos casos según se lo dictaba la experiencia a ambos, pero la cosa se complicó, se infectó la herida, empezaron las calenturas y hubo que dejar todo y salir hacia el pueblo en busca de asistencia médica que sabían que no se podría conseguir allí, sino que tendrían que ir hasta la más cercana ciudad.
Apenas ingresar Paco al hospital le cortaron la pierna hasta la rodilla y tuvo que permanecer internado por mes y medio.
Tencha, mientras estuvo en la ciudad una semana, aprovechó para revivir sus alegres tiempos de antes de unirse a Paco. Bailó, se divirtió, hizo nuevos amigos y dejó nuevos enamorados. Pero la finca no se podía quedar sola, Paco estaría mucho tiempo internado y ella volvió al rancho.
Allá, en la soledad, acompañada únicamente por el sonido de los congos y las aves, recapacitó en lo que había sido su vida, lo que era ahora y lo que sería al lado de un renco, un hombre que ya no podría nunca volver a ser lo que era ni hacer lo que antes realizaba sin ningún problema. Un hombre que posiblemente viviría de mal humor, renegando de su maldita suerte y de lo dura que es la vida del campesino.
Recordó los últimos días que había estado en la ciudad y los ofrecimientos que la había hecho Tulio, aquel finquero viudo, de muy buen ver y mejor posición económica que le había prometido incluso tenerle un par de empleadas para que ella viviera como una reina. Pensó en que con Paco el futuro era muy incierto y el trabajo se le duplicaría, ella aún era joven y guapa, aún tenía posibilidades, como con aquel Tulio y otros más, cualquiera de los cuales le daría una vida más descansada, más acorde a lo que siempre había sido ella.
Un par de semanas después tuvo que salir al pueblo a vender los tres sacos de maíz que pudo cargar en uno de los caballos y comprar los comestibles que le hacían falta. Los vecinos comentaban en voz baja cuando la veían pasar:
—Me extraña que no se haya ido y dejado a Paco.
—Ahorita lo hace, vas a ver. Esperate apenas a que regrese Paco a la finca y vas a ver como de inmediato se cansa y lo abandona.
Ella, silenciosa, seguía su camino. Hizo las gestiones planeadas y regresó a su rancho. Nuevamente le asaltaron las dudas, pasaron los días monótonos, siempre el mismo clima, el mismo trabajo, el mismo silencio que la desesperaba. Comenzó a cantar en voz alta, capturó un perico y se puso a enseñarle a hablar, hizo otras cosas para paliar y espantar su soledad, entre ellas ir donde el vecino más cercano y pedirle un pequeño cachorrillo de los cinco que la perra había tenido hacía apenas unos días. El hombre le regaló uno, pero le pidió que lo dejara con la perra un tiempo para que se fortaleciera.
Pero el desánimo y la tristeza no la dejaron en paz. Un día, cuando ya no faltaba mucho para que Paco saliera del hospital según las previsiones que a ella le habían hecho los médicos, estando revisando sus ropas, dejó las dudas a un lado y tomó aquella firme decisión.
El día que el vecino llegó con el pequeño cachorro se encontró el rancho solitario. Llamó y buscó por los alrededores pero no obtuvo de respuesta más que los chillidos del perico encaramado en una rama del palo de guayaba donde lo había dejado la chola. El hombre dio media vuelta y se regresó con el perrito a su finca.
Un sábado, en las primeras horas de la tarde, Paco, andando en un par de muletas y su única pierna, con una bolsa de manigueta sostenida entre sus dedos que aferraban también la muleta derecha, salió lentamente del hospital. Su semblante era pálido, sus ojos sin brillo, ahora era un hombre esmirriado, amargado, triste. En una palabra, era un hombre acabado. Lo que más le atormentaba no era su minusvalía, que con una pata de palo que se hiciera podría volar machete, volar hacha y hacer otros menesteres, como había visto en el pueblo al herrero que a pesar de faltarle una pierna trabajaba en dicho oficio con gran eficiencia, sino que era la reacción que tendría Tencha, al ver aquel despojo de ser humano, aquel remedo de hombre.
Con la cabeza gacha, no tanto para ver el suelo donde colocar las muletas, sino por su estado de ánimo, Paco tuvo un sobresalto cuando de pronto recibió un acalorado abrazo y un beso efusivo. Era la Tencha, la que atropelladamente le quitó la bolsa de los dedos y le dijo:
—Siempre me lo has estado pidiendo y yo diciéndote que nos esperemos, pero ya lo he decidido: casémonos. Ya he hablado con al Padre, tengo los padrinos y solo hace falta que vayás vos a hablar con él y a confesarte para casarnos mañana en misa de 9.
—Pero, yo ya no soy el de antes, ahora soy la mitad apenas, tendríamos muchas dificultades para salir adelante y nada será igual.
—No nada va a ser igual de hoy en adelante, porque he comprendido realmente cuánto te quiero y ya no necesito nada más. Con vos en el rancho la vida me será alegre y te cuidaré y te ayudaré en todo. Vos seguís siendo un verdadero hombre y así te quiero —le dijo ella radiante, y le estampó un sonoro beso.
Su vitalidad, su alegría, eran contagiosas y Paco se sintió renacer dentro de sí, se enderezó y empezó a caminar con sus firmes muletas rumbo a la Casa Cural. De camino, al pasar por el parque, vio un basurero y le pidió a Tencha la bolsa, la abrió y miró por última vez el inútil zapato izquierdo y con un gesto de decisión tiró la bolsa.

Y esta es la historia señor,
de un querer fiel y verdadero,
y aunque a veces no es sincero
lo que la mujer da como amor,
otras veces se da con pasión,
y sigue al hombre doquier
siempre dándole su querer,
sin importarle la situación.
Como la Tencha, mujer tenaz,
honesta, valienta , trabajadora,
fiel en la buena y la mala hora,
no se encuentra así no más.
Pero, como ella hay muchas,
hombro a hombro, al marido
siempre lo han seguido,
acompañándolo en sus luchas.

Y yo me despido, con pena y sin gloria,
de toda la estimable audiencia,
y les pido que tengan paciencia
hasta que vuelva con otra historia.

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Cuento

3- EN LA MONTAÑA

Aquí volví otra vez
sin cuerdas en mi guitarra,
y que por eso igual se agarra
al derecho que al revés,
que al final da lo mismo,
aunque distintas cosas son
la gordura y la hinchazón.
Por eso en mi bautismo,
para que fuera hombre de honor.
me impusieron el Conrado,
ese que muchas cosas ha contado,
llenas de alegría y de dolor,
pero con las que más de uno
con ganas se carcajea,
porque no hay novia fea,
ni pan duro en el ayuno.
Para no tener perro que me ladre,
ni gato maula que me arañe,
ni mujer que me regañe,
y el sueldo me desmadre,
es que sigo siendo solterón,
y aunque más de una chola
a mí me mueve la cola,
soy pizote solo y cimarrón.
Pero señores, tomen asiento,
cierren los ojos, abran los oídos,
todos en silencio y sin ruidos,
porque aquí les va el cuento.

Yo me conozco la montaña de aquí de memoria. La he andado tantas veces que puedo recorrerla con los ojos cerrados, se dónde está ubicado cada árbol y los diferencio perfectamente a todos según su clase, su tamaño, su grosor u otra característica. Sé dónde queda cada cueva, cada escarbadero hecho por distintos animales, reconozco cada rincón umbrío donde ponerme a descansar después de corretear al tepezcuinte, ubico perfectamente cada nido de ave y cada panal de avispas, en cuáles copas de los árboles se posan los currés y las lapas, adivino en cuáles troncos secos habitan los pericos, intuyo dónde tienen sus comederos los saínos, llevo grabado en la mente cada matorral, cada ondulada, cada lloradero y naciente.
¿No voy a conocer detalle a detalle esta montaña, si tengo más de treinta años de andar por ella?
Veo un pájaro bobo que brinca muy cerca y automáticamente recuerdo aquella historia que me contara mi padre, cuando siendo niño se puso atrás de una de esas aves y estuvo tantas veces a punto de agarrarla que la siguió y la siguió hasta que se vio perdido en la montaña y cuánto la había costado salir de ella.
Siento el calor del vaho que se levanta de la húmeda tierra haciendo agobiante la atmósfera. Busco un lugar mullido lleno de hojas bajo un gran árbol, pongo la alforja en el suelo y me siento a descansar con la espalda recostada al grueso y musgoso tronco. Entrecierro los ojos y me dejo llevar por los ruidos de las aves, los sonidos de las ramas al ser movidas por el viento y rememoro otras viejas historias, como aquellas que me contaba mi madre.
Ella, cuando niña, vivía en una finca alrededor de la laguna de Arenal, de aquel viejo y desaparecido Arenal, y venía de dejarle el almuerzo a su padre que estaba apeando montaña para sembrar arroz. De pronto vio un par de chiquillos desconocidos de unos ocho años que jugueteaban entre los troncos de los árboles caídos. Curiosa se acercó a ellos, era muy extraño aquello porque no tenían vecinos cercanos y nunca había visto niños en esa finca que no fueran sus propios hermanos o familiares que de vez en cuando los visitaban. Los niños salieron corriendo con poca velocidad y ella los siguió, recorrían un breve trecho y se paraban, la volvían a ver riéndose y la dejaban acercarse, luego emprendían otra pequeña carrera. Sin darse cuenta se había internado en la montaña y de pronto no volvió a ver más a los niños. Estuvo perdida varias horas hasta que su padre que la había ido a buscar la encontró toda llorosa y asustada.
Una vez en casa y después de explicar su aventura, la mamá, con toda naturalidad dijo simplemente:
—Fueron los duendes.
Yo, de niño, había oído todas esas historias y otras más sobre distintos encantamientos y seres que asustaban, tanto en el pueblo como en la montaña, incluso había vivido en carne propia el terror que produce en la noche, en una habitación solitaria, el pollito, aquel ser invisible que se mueve por el piso de madera haciendo su aterrador sonido similar al de un pequeño pollo y que no había forma de ver ni de acallar.
Recordaba también lo que mi madre me había contado sobre un maleficio que le había echado una nica a uno de mis tíos porque no le había correspondido en amores. A partir de ese momento, la familia vivió días de angustia y tormento. Mi abuela era una mujer muy aseada, muy cuidadosa y hasta melindrosa con la comida, siempre tenía sumo cuidado con lo que cocinaba. Pues eso de nada valía ya que apenas alistaba la comida y se la servía a su hijo, cuando he aquí que, sin que se supiera cómo, aparecía una asquerosa cucaracha dentro de ella. Preparaba la comida con todo cuidado, la tapaba bien para servirla y al momento de destaparla estaba la cucaracha ahí. Le alistaba un vaso de chocolate y un maldito insecto aparecía en él. Esto sucedió por muchos días y únicamente a la comida de ese hijo, hasta que la malévola nica se fue a vivir a otra provincia y todo volvió a la normalidad.
Las cucarachas también, le había contado su mamá, eran visitantes asiduos del marido de una de sus hermanas, pero éste las veía por montones en las puertas, en las paredes, en el piso, en todo lugar cada vez que estaba borracho. Era un castigo por ser un mal hombre, cruel, violento y mujeriego.
Recuerdo una ocasión que en el viejo Arenal mi padre me llevó a visitar a una anciana vecina que estaba agonizando. Pedía aterrorizada que le quitaran esas arañas que andaban por las cerchas y le iban a caer encima. Yo volví a ver las ahumadas cerchas una por una, cuidadosamente y no vi ninguna araña, pero a la anciana estaban por caerle encima.
¿Duendes, espantos, sustos, maleficios, visiones, realidades? Es imposible discernir lo que en una mente es falso y lo que es real.
Ya descansado me levanto, vuelvo a acomodarme la alforja en el hombro y prosigo mi camino.
En la pulpería de mi padre (yo tenía 9 años), algunos clientes, en las primeras horas de la noche, a la luz de las canfineras, narraban historias y sucesos que habían vivido. Yo me quedaba por ahí escuchando con temor y hasta espanto aquellas narraciones de hombres honestos y humildes, de campesinos trabajadores y esforzados. Un día me fui a acostar y me dormí con el pánico latiéndome en el pecho. No sé cuánto tiempo después, mi hermano inmediatamente mayor se despertó asustado y me llamó diciéndome que viera esa cabeza de caballo que se movía en la pared. Yo entre sombras logré ver que una figura se movía efectivamente en la pared frente a nuestra cama común. Puse más atención y distinguí la forma de las hojas de la rama del limonero, que crecía al lado de nuestra casa, que la luna llena proyectaba dentro de la habitación.
Reconozco el lugar por donde camino y sigo, no es mucho lo que me falta para salir de la montaña y desembocar en el camino de tierra que me llevará a mi hogar.
La Tule Vieja, El Cadejos, La Llorona, El Padre sin Cabeza, La Segua, La Carreta sin Bueyes..., cuántos espantos, cuántas historias de hombres convencidos de haberlas vivido, de haber visto a los personajes terribles y sobrenaturales, escuché en mi infancia. ¡Bah!, cosas de niños que algunos adultos no desechan de su imaginación. ¿Quién puede creer en semejantes babosadas, sino solamente un niño? Se necesita ser muy ignorante y muy supersticioso para creer en tales fantasías. Yo por dicha no creo más que en seres reales y vivos y para defenderme de ellos ando mi cutacha al cinto.
Al tocar mi cutacha recuerdo cuando tenía yo unos ocho años, allá en el Viejo Arenal, un domingo al mediodía, cuando llegaron unos peones a avisarle al policía que en el camino a Río Chiquito habían encontrado tirado en un barrial a Mincho Corrales, muerto, con un tiro en la garganta.
La voz se corre de inmediato en todo el pueblo y se comienzan a formar grupos de vecinos en las pulperías y cantinas. Todos comentan que lo debe haber matado Terencio Reyes, ya que Mincho lo había humillado el sábado por la tarde en la cantina. Mincho estaba borrachón y había agarrado a cintarazos con la cutacha al pobre Terencio delante de todo mundo, se había reído de él y lo había hecho salir paticas pa que te quiero.
Pero una cosa —me digo— es un hombre grandote como Mincho, armado con una cutacha para peores y otra un simple espantajo inventado por la imaginación desbocada de una persona.
Me paro de pronto. ¿Qué hago aquí? Si yo estaba ya a punto de salir de la montaña y estoy en otro lugar alejado de mi destino, ¿cómo llegué aquí? He estado divagando en mi mente, cierto, pero como ya dije hasta con los ojos cerrados puedo recorrer estos parajes sin desubicarme.
Una ligera angustia me atormenta el espíritu. Camino poniendo atención, desecho mis recuerdos, no quiero tomar por otro rumbo que no sea el más corto para llegar a mi destino. Sigo caminando con normalidad, oigo una ligera risa infantil cerca de mí, busco con la vista a todo mi alrededor pero no veo a nadie y reconozco que no he caminado nada. ¡Estoy en el mismo lugar de hace dos horas!
El corazón me late con mayor fuerza, una garra me aprisiona por dentro. Reconozco que estoy reviviendo el temor infantil de cuando estaba en la pulpería de mi padre oyendo sobre espantos y sustos. Me obligo a recapacitar en que soy un adulto de 40 años, que no puedo tener esa clase de temores, que conozco mejor que la palma de mi mano esa montaña, que debo haber estado caminando dormido y emprendo nuevamente el camino. Ahora sí planeo mi ruta mentalmente, se exactamente en qué sitio estoy y hacia qué dirección debo dirigirme y por dónde hacerlo. Antes de dar un paso visualizo mentalmente lo que me voy a encontrar y así no me puedo perder jamás. Controlo el tiempo en el reloj: una hora desde la última vez, es decir tengo ya cinco horas y media de caminar por esta montaña, y estoy a mitad del camino cuando en tres horas normalmente hago todo el trayecto.
¿Cómo me puedo perder en un lugar que conozco tan bien? ¡No es posible! No lo entiendo. Camino otra hora y media más poniendo atención en todo momento y estando consciente de por donde y para donde voy, cuando de pronto me vuelvo encontrar en otro sitio alejado de mi destino. Oigo ahora la risa de varios niños, que se va subiendo de tono hasta convertirse en una burlona carcajada.
Las risas me envuelven por todos lados, suena como niños que corren a mi alrededor, siento que me jalan la alforja y me la arrebatan del hombro, grito:
—¿Quiénes son, qué quieren?
Pero la voz me sale temblorosa y me siento aterrorizado y ridículo.
Las burlas se hacen crueles, me jalan el bigote, el pelo, me desatan los cordones de los zapatos, me botan el sombrero.
Corro para un lado pero me topo con maleza que no me deja avanzar, retrocedo y corro hacia otro lado pero tampoco puedo seguir, me siento aprisionado en una cárcel de malezas, arbustos y grandes árboles. Las risas retumban en el fondo de mi cerebro, veo el cielo girar y caigo como un plátano maduro. Quedo boca arriba, viendo las ramas de los árboles moverse por el viento y la claridad del atardecer que cada vez disminuye. Sigo oyendo las risas, y me desespero. Me pongo en pie trabajosamente decidido a salir de ahí.
Estoy atontado, no distingo claramente los objetos, las risas no me dejan pensar ni reaccionar. Me siento mareado y me tambaleo como ebrio. No puedo caminar y opto por sentarme sobre un tronco que encuentro cerca. Inclino la cabeza y la apoyo sobre mis manos.
De pronto una voz grita en el fondo de mi cerebro: ¡Los duendes! ¡Claro que son los duendes los que me están llenando la cachimba de tierra! ¡Malditos duendes!
No he terminado de oír en mi interior esa voz cuando un repentino silencio me deja más descontrolado aún. Las risas ya no resuenen por ningún lado, nadie me molesta, la alforja y el sombrero los tengo bien colocados, mis zapatos perfectamente amarrados. Igual que si no hubiera sucedido nada hace pocos segundos.
De pronto se hace la luz en mi cerebro. Por supuesto, en el preciso instante en que supe que eran los duendes los que me estaban molestando, estaba creyendo en ellos, con lo cual se dieron por satisfechos y me dejaron en paz.
Aunque en el fondo aún no estaba convencido de su existencia, me hice el tonto al respecto y me puse a cantar para distraer mi cerebro con otras cosas, no fuera que me volviera a pasar algo semejante.
Emprendo el camino nuevamente, ya sin ningún incidente y atravieso la montaña sin la menor duda de la ruta. A pesar de la poca luz que hay reconozco perfectamente el lugar donde estoy y sé que en poco más de una hora habré salido. En total me habrá llevado unas nueve horas hacer un recorrido en el que nunca he tardado más de tres horas. Pruebo el foco que siempre ando en mi alforja y veo que alumbra bien. La oscuridad que cae repentinamente no me preocupa, solo pienso en que no quiero volver a oír aquellas risas en mi vida.
¿Serían en realidad los duendes?
Sí, si, fueron ellos, me contesto de inmediato deseoso de mantener las cosas en paz.

Y aquí termina mi relación,
yo me perdí en la montaña.
Gracias a que tengo buena maña
salí de tan ingrata situación.
Por eso yo a todos les aconsejo:
en la montaña tengan cuidado,
ya vieron lo que le ha pasado
a este monteador tan viejo.

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