jueves, 28 de abril de 2011

BREVE HISTORIA DE AMOR DE DOS MOZALBETES:
(un Romeo campesino y una Julieta citadina)


Era yo un chamaco
y tenía yo un amor
que adoraba con pasión.
Un beso, un arrumaco,
esperaba con fervor.
¡Que hermosa ilusión!

Tenía yo las mechas paradas
como las de un puerco espín,
y un bigote apenas naciente.
Padecía de uñas encarnadas
y caminaba como un periquín
sobre un techo caliente.

Era yo chiquitillo y flaco,
muy tímido y apocado,
del puro campo venido,
traído cual un macaco:
en una jaula encerrado,
según mi suegro querido.

Pero nada de eso importaba,
mi novia así me adoraba.
Y yo sorbía ansioso el aire
donde ella pasaba con donaire,
aunque a veces era sin don
y se movía sin ton ni son.

¡Que linda mi Julieta
con su piel de cajeta,
tan joven y lozana,
con su cara de palangana
que me causaba desvelo,
con su largo y negro pelo.

Pero un día mi padre,
¡créelo, oh qué madre!,
en su mentalidad senil,
no aceptó mi ansia juvenil
que veía otra realidad,
y me dijo con crueldad:

-Oye tú, joven romeo,
mira que se ve muy feo,
que, como ha sucedido,
tú andes tan seguido
con esa tierna muchacha-.
Yo quedé con la cabeza gacha.

Quedé triste, anonadado,
turulato y acomplejado.
¡Qué padre tan ingrato!
¿No ve que cada día un rato
necesito ver a mi amada,
con su cara colorada,
con su andar de gacela
y ojos de noche en vela?

No me lo puedo creer.
¿Ahora qué voy a hacer?
¡Oh que enorme tragedia!,
si parece una comedia
de la época medieval
con un ingrato final.

¿Cómo la acompaño al colegio
en mi vehículo regio,
que tan veloz se desplaza,
pero que es monoplaza?:
mi sencilla bicicleta
que admira mi Julieta,

y desea montarse en la barra,
pero, ¿de dónde se agarra?
si lleva los cuadernos
y usa zapatos modernos.
¡Qué cruel angustia!
Tengo la cara mustia.

Es tanto el sufrimiento
que a nadie le miento
si digo que estoy sufriendo
y a pocos voy muriendo.
Se me tuerce la jeta
al pensar en mi Julieta.

Pero el tiempo todo lo cura,
y mal de amor nunca tanto dura
como para matarlo a uno.
Hoy el eterno desayuno
me sirve mi Julieta:
café, queso y galleta.

Pero yo amo a mi Julieta,
voy y le cojo una galleta
y me la como sin rechazo,
le doy un fuerte abrazo,
un beso y un buen apretón,
tengo alegre el corazón.

Y si no me gusta la comida
lo disimulo enseguida,
adopto una actitud sumisa,
y hasta finjo una sonrisa
mientras me trago los balines
y regaño a los chacalines
que no se comen el manjar
que ella nos acaba de dar.

Aunque vivo mejor hoy día,
que en mi pasada soltería,
y con mi Julieta todo lo tengo,
y así muy claro lo sostengo
porque adoro a Julieta,
siempre añoro mi bicicleta.





CRONOSCOPIO

AYER


Oh tiempos esos en que la conquista
era un proceso largo y delicado:
una mirada habla, ella se despista.
Él se le declara muy enamorado,
ella se hace entonces la rogada:
que primero lo tiene que pensar,
que el permiso de su madre adorada,
que el estudio no se puede atrasar,

que como él sería el primer novio
a ella eso le da un cierto temor.
Él la tranquiliza: ¿no es obvio
que en noviazgos y cosas de amor
él no tiene la menor experiencia?
Pero le ofrece sincero su corazón
lleno de amor, bañado de inocencia.
Ella sabe que es calva la ocasión,

y acepta entre recatados sonrojos.
Él suspira descansando su congoja.
Ninguno osa mirar del otro los ojos,
ella con descuido su mano afloja,
él la atrapa con dedos temblorosos.
¡Oh qué escenas de verdadera terneza!,
¡oh qué tiempos tan dulces y hermosos,
llenos de inocencia y de belleza!

Ella se cubre con su pequeña sombrilla.
mientras que por el parque se pasean.
Él le da un suave beso en la mejilla,
de carrera, no sea que algunos los vean,
un roce nada más con sus labios cálidos
y con su tieso bigote una leve cosquilla.
Ella se mueve nerviosa, sus dedos pálidos
no pueden ni sostener casi la sombrilla.

Luego él con el suegro habla valeroso,
le pide la entrada autorizada a la casa.
El suegro se asusta como “mocoso”.
A ratos no sabe qué es lo que pasa.
¡Que tiene novio su niña consentida!
¿Cómo?, ¡pero todavía es una bebita!
Pero el mundo camina y pasa la vida
y esto ni el más pintado lo evita.

HOY

Ahora la cosa es tan diferente.
Desde el kinder hay parejitas
que siempre andan muy juntitas.
El padre se da cuenta de repente
que su hija se da de apretones
con un maje en el cole, en la malla.
¿Y si se está pasando de la raya
en alguno de los oscuros rincones?

El pobre padre hasta se descompone
al pensar en tan triste posibilidad,
¡los cuadros que se ven son una barbaridad!,
y el hombre mucho menos que se repone.
Revive sus años mozos; empieza a comparar:
Uno al otro le pasa el chicle mascado,
no hablan, parecen vacas en su pastado
a la vera del camino viendo el tren pasar.

¿Y cuando no se están en público apretando?:
él con su juego en el celular de bolsillo,
ella con lector de “cd” que suena como grillo,
y para que él oiga lo que está escuchando
en el oído uno de los auriculares le coloca,
y los dos tiemblan con reprimidos espasmos
moviéndonse presos de epilépticos marasmos.
¡Y no podía faltar!: otro chicle a la boca.

Luego él le da un apretón y un beso sonoro
que cual bomba por el todo barrio resuena,
¡y que a ninguno de los dos les dé pena!
¿Dónde está la decencia? ¿dónde el decoro?
¡Ay Dios mío, qué congoja! El progenitor
ve a todos que de alcahuete van acusándolo.
Así, angustiado, poco a poco va matándolo
aquella forma de pasión, más que de amor.

¡Qué juventud la de hoy! ¡Ay qué tristeza!
Y por si fuera poco, su hija le pide dinero
para invitar al novio al negocio esquinero,
a una “mil cheic” y a una super hamburguesa.
Y que por qué no le compra teléfono celular,
que todos sus compañeros y amigos tienen uno.
Al hombre se le queda atravesado el desayuno,
y con tales motivaciones se va a trabajar...



CUENTOS:

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRA

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

CUENTO 7- LA CABEZA DE AGUA

Tengan todos buenas tardes,
les saluda su amigo Conrado,
que hoy al pueblo he llegado,
sin andar haciendo alardes,
y como siempre, soy humilde.
Mis historias vengo a traerles,
sin nunca quitarles ni ponerles,
una coma, un punto, o una tilde.
Y aunque soy simple campesino,
que no tengo mucha escuela,
he echado colmillo y espuela.
Si nací siendo un sietemesino,
eso no me ha impedido crecer,
en cuerpo y también en cultura.
Yo pertenezco a la llanura,
pero eso no hace padecer,
porque un gran público tengo
que me escucha con atención,
y a cambio les doy mi corazón
cada vez que aquí yo vengo.
Y aquí les va, con detalle,
esta real y triste narración,
que expone la situación
que sucedió allá en el valle.

La mujer sintió algo extraño en su corazón cuando escuchó el horrísono ruido de la cabeza de agua que bajaba impetuosa por el riachuelo. Una invisible mano poderosa le atenazó la garganta y sintió un ligero mareo, sobreponiéndose a su pánico gritó con toda su alma:
—¡Chalito, Chalito! —y salió desesperada, volando más que corriendo, hacia la poza distante unos pocos metros donde sabía que su pequeño hijo estaba jugando en el agua.
Al llegar al paredón por donde bajando unas improvisadas gradas de tierra y madera se llegaba a la poza, se detuvo en seco como detenida por una pared. Un largo monstruo de barro, ramas, piedras y agua, bajaba por el riachuelo, no pudo ver a su hijo, pero “sabía” que ahí estaba.
—¡Chalito, Chalito! —dijo con voz desgarrada cayendo de rodillas en la húmeda tierra.

Chalo Tata, a quien se le unieron los vecinos más cercanos, emprendió la búsqueda del cuerpo de su pequeño hijo. Uno de ellos lo encontró un par de kilómetros abajo, enredado en unas raíces, morado y lleno de golpes y heridas. Lo envolvió en una manta y tomando el rifle, hizo dos disparos al aire.
El entierro fue lo más triste que se haya visto en el pequeño pueblo enclavado en el fértil valle, los padres del niño, angustiados al máximo, sollozando, con los ojos saltados y enrojecidos, no pudieron ocultar su dolor.
Apenas terminada la ceremonia, regresaron al rancho, en medio de mudos reproches. Ella culpaba a Chalo por no haber hecho la casa en un lugar más seguro, él la culpaba a ella por haber dejado al niño ir solo a la poza. Ella se lo hizo ver con llantos y reproches durante el camino, lo culpó, lo ofendió, y el Chalo, que siempre había sido muy callado, enmudeció. No le respondió una palabra, lo que la enfureció más, por lo que le gritó y le escupió. Él metió salvajemente las espuelas en las costillas del agotado caballo y la dejó sola por momentos, pero ella no se quedó atrás más que unos segundos y se convirtió en su sombra incómoda, molesta y ofensiva.
Desde ese día el Chalo Tata no volvió a mencionar palabra alguna. Salía con el alba a volar hacha en la montaña y regresaba en la tarde, silencioso, cansado, sudoroso y de mal humor. Una tarde, cuando regresó ya no encontró a la mujer, no la buscó, ni se encogió siquiera de hombros.
Empezó a regresar más temprano a la casa, se paraba frente a la poza y le tiraba piedras con rabia, queriendo devolverle alguna de las heridas causadas a su hijo.
Dejó de ir al pueblo, salvo las veces que le era indispensable para comprar comestibles. Llegaba al pueblo, dejaba la lista de compras y se iba a la cantina. Siempre mudo, siempre sin abrir la boca. Ninguno de los conocidos y desconocidos logró sacarle una sola palabra, lo más que consiguieron algunos fue un intercambio de golpes y patadas.
Cada vez que bajaba al pueblo, después de tomarse un par de tragos, Chalo Tata se encaminaba al cementerio, ahí, frente a la humilde cruz de madera con el nombre de su hijo, lloraba por minutos y quizá hiciera alguna plegaria silenciosa, eso nadie lo podría asegurar, lo que sí notaban era la rabia conque arrancaba las macollas de zacate.
Regresaba al pueblo empujando a todo mundo, en busca de pelea. Al principio más de alguno le respondió y se armó la bronca, pero con el paso del tiempo comprendieron que si se hacían los indiferentes, Chalo Tata se quedaba tranquilo y no pasaba nada.
—Está mudo desde la muerte de su hijo.
—Para mí que se está volviendo loco.
—Más desde que se le fue la mujer.
Un buen día, Chalo Tata se levantó como siempre, se hizo el café, pero no salió a trabajar. Se quedó frente a la poza por horas, luego ensilló el caballo y se marchó. Nadie volvió a saber de él por varios meses hasta que un día lo vieron regresar. Traía una alforja al hombro que cuidaba con esmero. Estaba más flaco y barbudo, con los ojos hundidos, afiebrados, y un poco jorobado.
Pasó a la cantina y no se quitó la alforja para nada. Se tomó unos tragos, fue al cementerio, lloró amargamente e hizo un gesto de despedida y volvió a la cantina. Compró un par de litros de licor y se marchó a su rancho. Allá sacó con gran cuidado el contenido de la alforja, lo revisó y lo dejó sobre la mesa. Tomó una de las botellas y fue tomándose los tragos casi como un ritual.
Al otro día, temprano, se levantó Chalo Tata. Tomó unos nuevos tragos de licor, preparó lo necesario en la alforja, se puso las botas de hule y tomó riachuelo arriba. Caminó por unas tres horas en busca de la naciente principal del arroyo. Conforme subía, el terreno se hacía más agreste y el riachuelo transcurría entre farallones y cañones de gran altura. Después de un pequeño recodo vio la pared rocosa de donde salía el naciente, pronto llegó a ella. Se sentó en una piedra, sacó la botella, tomó varios tragos y la reventó con rencor contra el naciente, luego sacó los cinco cartuchos de dinamita que había preparado en un racimo fuertemente amarrado, con una mecha de un par de metros de largo, buscó al lado del naciente un lugar donde no salpicara el agua y en una hendidura de las muchas que tenía la roca puso la dinamita, levantó el puño derecho cerrado en plan de amenaza y le prendió fuego a la mecha.
Una vez que se cercioró que no se apagaría, comenzó a caminar lentamente riachuelo abajo. Un par de minutos después oyó el terrible fragor, aumentado por las paredes del cañón.
Chalo Tata volvió a levantar su puño y siguió caminando con lentitud. Unos minutos después, cuando se había apagado totalmente el ruido del explosionar de la pólvora, un apagado rumor fue rodando riachuelo abajo.
Chalo Tata supo de qué se trataba y con ojos rabiosos y llenos de fracaso, levantó ambos puños, se paró con firmeza y no se dignó siquiera lanzar una breve mirada hacia atrás, esperando, sin decir nada, a pie firme en una última muestra de decisión, la enorme cabeza de agua que venía cañón abajo arrasándolo todo.

Y así fue, punto por punto,
tal como les he contado,
que nada le he cambiado,
como sucedió el asunto.
Si un hombre pierde interés
por las cosas de esta vida,
buscará entonces la salida
haciendo las cosas al revés.
Pero ninguno debe juzgar
de Chalo Tata la decisión,
que estando en tal situación
uno no sabe cómo va a actuar.
Que juzgar desde la barrera
es muy cómodo y sencillo,
pero usaríamos otro martillo
si uno mismo la víctima fuera.



CUENTO 8- EL BOYERO SIN BUEYES

Caminaba Conrado rumbo a la pulpería del pueblo después de haber dejado su caballo en el patio de un conocido y vio a unos chicos del pueblo que molestaban a un pobre hombre que azuzaba a una imaginaria yunta de bueyes para que caminaran con prisa.
—¡Arre, güeyes, arre! —les grita y con una varilla los chucea para que se muevan a mayor velocidad— ¡Arre que mi chamaco necesita llegar onde el doitor!
Viendo a los chamacos en aquella molestadera para el pobre hombre, los llamó.
—¡Hey, chamacos, vengan acá!
Ellos, que lo conocían y les encantaba oír sus narraciones, dejaron en paz al boyero sin bueyes y se juntaron alrededor de Conrado. Éste se sentó bajo la sombra de un higuerón y les dijo.

Yo a ninguna persona regaño,
más a todos digo la verdad,
sin importarme ni la edad,
la posición social o el tamaño.
Y soy muy claro en esto:
si algo yo he practicado
desde que me llamo Conrado
es el ser hombre honesto.
Ninguno de ustedes conoce,
la pena que a ese hombre aflige,
recuerden que yo se los dije,
su dolor no es para que otro goce.
Para que ustedes entiendan,
el porqué de su enfermedad,
les voy a contar con veracidad
y quizá hasta se sorprendan.

Chepo, como se le conoce a este hombre, siempre fue muy trabajador, honrado y leal compañero. Yo trabajé con él en una hacienda en la bajura, era un jinete de primera y un domador innato. No había bestia que se le resistiera, ni mujer que no lo quisiera. Como ustedes lo han visto, no es un hombre guapo, pero tenía un algo que atraía a las mujeres.
Como a él le sobraban, nosotros aprovechábamos su popularidad para conseguir compañera cuando íbamos al baile. Era bueno para las trompadas también y no había quien tuviera su agilidad para levantar de los ruedos a otro. Sin embargo sus peleas eran más de espectáculo que de golpes, no le gustaba pegarle a nadie, los bailaba, los cansaba, los levantaba del ruedo, los hacía caer de miles maneras y al final terminaba ofreciéndole la mano a su contrincante.
Todos lo conocían y lo respetaban, por sus cualidades como peleador, como peón, como ser humano.
En la hacienda estuve casi un año y como yo era muy correcaminos, lié mis bártulos y me fui a otros lares. Hace como cuatro años volvimos a vernos por aquí cerca, me contó que se había casado y tenía un chamaco de doce años. Se había venido a hacer una finca en la montaña con su esposa y su hijo y ahí vivía muy contento y se sentía realizado porque había logrado buenas siembras de frijoles y maíz y criar varias vacas y cada día veía crecer el fruto de sus esfuerzos y los de su familia.
Volvieron a pasar unos meses y me lo encontré tomado aquí en el pueblo. Llorando me contó su tragedia.
Allá adentro, en su finca, el hijo se había caído de un palo de guabas y se había golpeado muy feamente. Le dolía el pecho mucho y vomitaba sangre. Él enyugó la yunta de bueyes, lo echó en la carreta y se vino al pueblo para que lo viera el doctor. Era época de invierno y los caminos estaban muy malos, los bueyes trabajosamente jalaban la carreta entre los barriales y el hijo se quejaba con gran dolor.
La carreta se le atascó en un pegadero subiendo una cuesta y él desesperado
—¡Arre, güeyes, arre! —les gritaba y con una varilla los chuceaba para que se movieran a mayor velocidad— ¡Arre que mi chamaco necesita llegar onde el doitor!
Y seguía en su desesperación porque el hijo cada vez se ponía más pálido y ya casi ni se quejaba.
—¡Arre Bonito!, ¡arre Palomo! —les gritaba a los animales con fuerza y los zocolloneaba de los cuernos.
—¡Aguanta hijo!, ¡aguanta, que falta poco! Estos güeycillos nos van a sacar de aquí!
Pero ante la fuerza de los elementos y las circunstancias adversas, muchas veces el hombre no tiene otra opción que resignarse y aceptar las cosas como vienen.
El llamado Palomo resbaló y se golpeó la rodilla de la pata derecha delantera que crujió con gran alarma del Chepo. Al tratar de ponerse en pie no apoyó más dicha pata en el suelo, la mantuvo en al aire semi doblada, y ya no hubo forma de hacerlo andar.
La angustia atenazó al corazón de Chepo, pensó una y mil cosas al mismo tiempo: desenyugar el buey o ponerse él mismo en su lugar, echarse al hijo al hombro y sacarlo, soltar el buey sano y usarlo como caballo y otras muchas cosas más que ni recordaba. Pero todas inútiles y fantasiosas. El hijo lanzó un breve suspiro y Chepo corrió alocado hacia él, con la cara pringada de lodo, le tomó la mano y notó la enorme debilidad del chico. Comprendió que se le iba, que eran pocos segundos los que lo separaban de la muerte.
Le apretó la mano, le corrió los cabellos de la frente y lo sintió hirviendo de calentura. Las lágrimas, gruesas y pesadas, resbalaron por la sucias mejillas de Chepo. El niño abrió los ojos acuosos y blanquecinos y expiró en sus brazos.
Unas horas después, atinó a pasar por ahí un vecino y encontró al Chepo abrazando al difunto, gimiendo y diciendo cosas sin sentido. Logró quitarle al muchacho de los brazos y ponerlo en la carreta, entonces el Chepo sacó su cutacha y se fue contra el Palomo.
—¡Maldito animal, te mataré!
—¿Pero que vas a hacer Chepo?, ¿qué culpa tiene el pobre buey?
—Por culpa de este inútil animal no pude llegar al pueblo onde el doitor con mi muchachito pa curarlo. Lo voy a tasajiar aquí mesmo.
—¡No sias tonto hombre! Matando el buey no revivirá el muchacho. Además recordá que esta yunta es la que te ha permitido levantar la finca que tenés, es con la que siempre has podido sacar la cosecha en cualquier época del año.
El vecino logró convencerlo, pero Chepo quedó trastornado. Por ratos le da la locura y vuelve a creer que sigue arriando los bueyes con la carreta llevando al hijo moribundo.
Otras veces está totalmente sano y en un momento de esos me contó su tragedia.

A ustedes les doy esta explicación:
las cosas no son como parecen,
aunque las razones no aparecen,
nada sucede sin tener una razón.

Pero como la verdad no conocemos,
con frecuencia hasta nos burlamos,
y locos ridículos los consideramos,
con sádica crueldad los ofendemos,
cuando ellos solo las víctimas son
de un dolor, de una tragedia grave,
que solo aquella persona sabe
cómo le ha destrozado el corazón.

Es una dolorosa y triste historia,
la que el pobre Chepo ha vivido,
si a nosotros no nos ha sucedido
no es como para cantar victoria,
porque el dolor sin consuelo
en cualquier momento golpea,
y a cualquiera se lo apea,
trayéndoselo hasta el suelo.

Y si ahora nada se les ofrece,
hoy suspendo mis narraciones,
que oirán en otras ocasiones,
que su amigo Conrado regrese.

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