miércoles, 20 de abril de 2011

LIBRO: RINCONES DE LUZ Y SOMBRA

PRIMERA PARTE: HISTORIAS DE CONRADO

CUENTO:

4- DESPEDIDA

Permitan a todos les salude
con cariño y con afecto,
que soy hombre correcto,
que aquí vine como pude,
para darles con satisfacción
un rato de esparcimiento.
A todos mi reconocimiento
por su paciencia y su atención.
Como siempre les repito,
Conrado es mi apelativo,
y aunque sea muy relativo,
a mí me suena bonito.
Y si a alguno no le gusta,
el nombre que me dieron,
señores, ya lo oyeron,
a mí nadie me disgusta.
Les traigo una historia pequeña,
de cosas muy extraordinarias
para la que, como dice ñor Arias,
no se necesita el santo y seña.
Pónganle mucha atención,
y no se pierdan palabra,
que con un abra cadabra,
aquí les va mi narración.

Tenía ella la edad de la juventud soñadora, pero la vida de la mujer que debe cumplir duras faenas hogareñas en una familia campesina, que vive en el campo, lejos de las comodidades que nosotros siempre hemos tenido. Hoy día quién se imagina que para tener agua en la cocina hay que ir con un balde a traerla al río y acarrearla por una cuesta resbalosa y caminar 100 metros con el recipiente a cuestas, quién conoce lo que es ir a lavar la ropa aporreándola sobre una piedra del río, o hirviéndola en una olla, quién se puede imaginar que las fuentes de luz artificial eran botellas y frascos de vidrio con canfín y una tira de tela como mecha, quién cree que mucha ropa había que almidonarla y plancharla impecablemente utilizando ya fueran planchas que se tenían que poner continuamente en el fogón para calentarlas, o de carbón, con las que había que tener un enorme cuidado para que no manchara con la ceniza la ropa blanca.
Qué tiempos aquellos en que los dolores de estómago se calmaban con una bolsa de agua caliente, para los dolores de pecho se ponía una tortilla caliente con manteca de chancho en la espalda, que el bayrun, el alcohol alcanforado, la malva, la yerbabuena, la manzanilla, los pelos de maíz, el llantén eran medicinas cotidianas. Los quelites del chayote, las flores del madero negro, el tronco del árbol de papaya, eran alimentos, los berros se recogían de cualquier riachuelo, los jocotes tiernos se hacían en miel, y tantas otras cosas que se han perdido. Nadie sabía lo que era colesterol ni triglicéridos y todos comían chicharrones a cualquier hora hasta fríos, todos le ponían buena natilla a las tajadas de plátano maduro, todos se comían un delicioso gallito de picadillo de papa que goteaba manteca y achote, nadie se preocupaba por presión alta al tomarse un buen chirrite, ni por diabetes al saborear una miel de chiverre.
Ella se creó ordeñando vacas, jalando agua del río, lavando en una piedra de la quebrada, desgranando maíz, cocinándolo con ceniza y palmeando las tortillas que cocinaba en el negro comal de hierro puesto sobre el fogón de leña, cocinando carretadas de arroz y picadillos, haciendo bizcochos y tamales para el rezo, más bien fiesta, que hacía su padre en marzo para el día de su onomástico. Y de vez en cuando, saliendo con sus hermanas y hermanos al baile del pueblo, en uno de los cuales conoció a su futuro marido, con el que conviviría hasta que la muerte se la llevó.
Y de misterios está llena la vida y más cuando se habla de la muerte. Un día determinado, en la tarde, estaba la joven en el sanitario de hueco, haciendo lo que ahí se hace, y escuchó una voz tenue que pasaba como llevada por el viento que le decía: “Adiós Lita”. Ella entendió claramente la frase y reconoció perfectamente la voz de su abuela materna, salió apresurada y vio para todos lados: nadie estaba ni cerca del lugar donde hacía tan humanas necesidades.
Unos días después les llegó la noticia: la abuela que tanto la quería y la chineaba cuando la veía, había muerto el día y a la hora en que ella oyó la voz que se despedía.

A pesar que algunos no lo crean,
cosas raras se dan en la tierra
y mucho misterio se encierra,
aunque ellos así no lo vean.
Más de una cosa rara y extraña
a ustedes yo les he contado,
pero ninguna la he inventado,
ni es cosa del guaro de caña.

Son cosas que solo el que las ha vivido
no duda de su verdadera existencia,
por eso es normal que haya resistencia
en creer de todo el que no las ha sufrido.

Por eso yo les digo compadres
que no muere el que la palma,
que nunca podrá morir el alma,
ni muere el amor de las madres,
ni el que esta vida ha terminado,
más bien pasa a la vida verdadera
que no tiene dolor, ni otra sufridera.
Pero, por hoy, mi discurso he acabado.


CUENTO:

5-¡QUÉ SIN GRACIA!

Cuando yo camino en la noche
bajo la luz de una hermosa luna,
no tengo dolor ni pena alguna,
de alegría hago buen derroche.

Con mi alegre y vieja dulzaina
voy llenando de notas el camino,
yo mismo me hago mi destino
sin mucha cosa y mucha vaina.
Sin en algún recodo la muerte
a llevarme con ella me sale,
yo le voy a decir que se jale,
que no se ha acabado mi suerte.
Que en este mundo ingrato
donde todos sufren daños
he sido feliz por muchos años,
y vivir me falta todavía rato.
No dejo que el mundo me domine,
que Conrado me denominaron
desde el día que me bautizaron,
y que desnudo al mundo yo vine,
y desnudo me he de marchar,
que nada de este mundo traidor
tiene siquiera el menor valor,
por ello nada se debe ambicionar,
más que el ser honrado, honesto,
que lo reconozcan por buena gente,
poder andar siempre en alto la frente,
y con esfuerzo yo he logrado esto.

Cierto que la muerte nos ha de llevar,
pero no hay que salir a buscarla.
Pero, bueno, ya basta de charla,
mejor vamos la historia a escuchar.


Un día, sin que nadie sospechara siquiera sus intenciones, el Cholo, lanzó la bomba a la hora del la comida.
—Me voy con Paco Calvo a trabajar a San José en el camión.
En la mesa, atiborrada de hermanos, se hizo un silencio lleno de estupor.
Y aparecieron los inevitables porqué y los ¡cómo se le ocurre!, y los ¡piénselo bien!, y todos los cuestionamientos cliché de estos casos dictados por la costumbre de mantener un statu quo que se prolongó por decenios, sin ser siquiera nunca objetado, ni dejar huella consciente en las mentes de la familia.
El Cholo se iba y algo tenía que resentir de la familia, algo le disgustaba, pero no quería decirlo. De no haber nada, como decía él, ¿por qué iba a abandonar a la familia que tanto lo amaba y con la que siempre se había llevado muy bien?, ¿por qué se iría de la finca donde siempre tendría un trabajo seguro y el amparo de todos los demás, para irse de atorrante a otros lados?
La finca había sido el mundo sobre el cual había girado la familia desde siempre. Desde que el abuelo había llegado a romper montaña en aquellos tiempos en que el tigre rondada libre y en grandes cantidades por todos lados, cuando las lapas y las alondras llenaban los cielos de colores, cuando las mariposas enormes y brillantes se levantaban por miles de las plantas, cuando los currés llenaban los árboles con sus picos multicolores, cuando las bandadas de pericos y loras ensordecían al pasar, cuando el manigordo, el danto y el tepezcuintle llenaban las montañas, cuando la tierra era negra y no había que ararla, con solo aventar la semilla salía el frijolar en cualquier lado, cuando cada yuca era gorda como muslo de chola liberiana, cuando cada aguacate era del tamaño de un coco, y cada plátano cuadrado parecía la pata de una mesa de billar. En la finca habían nacido, se habían criado y habían hecho su fortuna los abuelos, los hijos, los nietos, todos. ¿Por qué ahora alguno de ellos iba a preferir marcharse a mundos desconocidos, a mundos de maldad, de vicios y de gastos por todos lados?
Nadie, entonces, entendió al Cholo, ni nadie lo apoyó, como es lógico. Pero, al descuido, cuando los demás, especialmente los padres no la podían oír, la menor de las hermanas se lo dijo:
—¡Cuánto te envidio, Cholo! ¡Ojalá pudiera irme con vos! Yo no quiero enterrarme en vida en esta finca como mis hermanas que solo han sabido casarse y llenarse de chiquillos panzones. No quiero quedarme aquí donde el único futuro es lavar mantillas, cocinar, lavar, y tener más hijos.
Ya en presencia de todos los demás el Cholo explicó:
—Ya estoy cansado de trabajar con el ganado, de exponerme a una cornada cuando tengo que ir a destorsalar un novillo, o a marcar un torete matrero. Volar machete no me preocupa, pero la verdad, tanta boñiga y tanta garrapata y tanto vivir preocupado por una cornada no es vida para mí.
Y el Cholo se marchó entre el dolor y el resentimiento de la familia, entre la envidia solapada y los reproches hipócritas de aquellos que admiraban su valor y su iniciativa, pero que no se atrevían a decir nada.
Pasó el tiempo y ninguna noticia llegaba del Cholo, excepto una vez que uno de los sobrinos de sus padres vino de paseo y les informó que un día había llegado a visitarlos a Guadalupe. Seguía trabajando de peón de carga del camión repartidor de mercadería.
Pero lo que se cree permanente, lo que hoy se mira inamovible mañana será volátil, lo que hoy conceptuamos como estático vemos luego cuán efímero es, lo que suponemos permanente se vuelve pasajero, lo que teníamos hoy como seguro en la mano, más tarde nos habremos dado cuenta que se ha diluido entre los dedos. Un día una institución estatal ofreció comprar la finca para hacer un asentamiento campesino y el negocio se llevó a cabo. Y los que siempre habían tenidos sus raíces enclavadas en aquella tierra y que consideraban no saber nada más que de ganado y de finca, asentaron sus reales en el pueblo, y se hicieron comerciantes y comisionistas, guardaron su chonete de lona y compraron un sombrero panamá para lucirlo los fines de semana y las fiestas, cambiaron sus botas de hule llenas de boñiga por otras de cuero brillante y tacón cubano y sus caballos por un vehículo de doble tracción.
Se adaptaron bien al pueblo y se acostumbraron a visitar las ciudades y reconocieron que el Cholo no tenía que haber tenido resquemores para marcharse en busca de otra vida.
Las noticias del Cholo ya fueron un poco más frecuentes y un día, para fin de año, cuando la familia se reunía en las tardes a ver los toros a la tica, ese espectáculo en que un grupo de improvisados se mete al redondel y a veces sin más capote que un trapo cualquiera, un sombrero o una gorra le hacen frente al toro en molote, vieron entre el grupo que desfilaba al entrar al redondel al Cholo.
—¡Vean, vean! ¡Ese es el Cholo! —gritó la hermana menor, que por cierto se encontraba muy a gusto viviendo en el pueblo.
La barahúnda que se armó fue grande. Unos llamaban a la mamá que dejara las gallinas y se viniera a ver al Cholo en la tele, otros venían con una silla a acomodarse cerca del televisor para no perderse detalle.
El Cholo estaba en la plaza tranquilo, eso de quitarse un toro no era extraño para él y en medio de tanta gente quizá ni siquiera tuviera una oportunidad de hacerle alguna suerte.
Y se inició el espectáculo tan esperado por el populacho deseoso siempre de ver los volantines que el toro le daba a más de uno de aquellos intrépidos e improvisados “toreros”, que todos dicen “si no hay levantines y revolcones, la corrida no tiene gracia”.
En el redondel, unos corren lejos apenas sospechan la presencia del toro, otros se esperan de pie firme para sacarle alguna suerte. El toro sale despavorido, corre alocado para allá y para acá, no sabe a cuál de aquel tumulto hacerle tiro, se cansa pronto y se queda quieto, administrando sus fuerzas para no correr inútilmente. Uno de los jóvenes pasa veloz frente a él y el toro intenta vanamente golpearlo, luego pasa otro, en un momento se forma el círculo humano que rodea al animal, corren todos por turno irregular frente al toro, o por detrás halándole el rabo. El animal da vueltas, echa espuma por el hocico, agacha la testuz y sus bufidos levantan granos de arena.
El Cholo se ha incorporado al círculo y en el momento en que hace carrera para pasar tocándole un cuerno al toro, otro improvisado frente a él hace lo mismo, ninguno ve al otro y chocan con fuerza. Cholo lleva la peor parte y queda ligeramente descontrolado. El toro arremete contra él, lo embiste y lo eleva por los aires unos tres metros. El grito de estupor es unánime en las graderías. El volantín y la tremenda caída auguran muy mal resultado para el torero. Uno de los presentes, con un pequeño capote aleja al toro del caído, un grupo de improvisados aprovecha la oportunidad, toman al Cholo por las manos y los pies y lo llevan aprisa al puesto de la Cruz Roja.
—¡Dios mío, lo mató! —grita la hermana menor.
—¡No diga yeguadas! —reacciona otro de los hermanos, pretendiendo, sin saberlo, oponerse no a ella, sino al destino.
La madre ha tenido “la suerte” de no llegar a tiempo frente al tele, no ha visto lo sucedido. Los hijos solo le dicen que al Cholo lo golpeó el toro, no le hablan de la seriedad que presienten. Discuten y acuerdan esperar noticias, no pueden irse a la capital sin saber dónde ir y a qué.
Una hora después llega la temida llamada telefónica del patrón del Cholo: este ha fallecido en el hospital.
—¡Qué sin gracia! —dice la hermana menor, olvidando los pocos deseos de abandonar el hogar que le quedaban— Irse de la finca por no querer enfrentarse al ganado para ir a que lo mate un toro en Zapote. ¡Qué sin gracia!

Algunos dejan su terruño
para irse en pos de sueños,
de quimeras, de empeños,
que son de diferente cuño.
Dejan sus seres queridos,
sus amores, sus familiares,
sus recuerdos a millares
buscando bienes indefinidos.

No siempre la suerte les sonríe,
y pasan muchas calamidades.
Yo les aconsejo a mis amistades:
nadie de la diosa fortuna se fíe.

El que nació para maceta,
dicen, del corredor no pasa.
Pero de seguro, a la sala de la casa
va a llegar, si sigue mi receta:
A todo lo que haga póngale amor,
trabaje con honestidad y empeño,
tenga siempre presente su sueño,
y tenga a toda hora buen humor.


CUENTO:

6- EL HUECO

Cantando y silbando por trillos,
acompañado por el relinchido
de mi noble y leal caballo lucido,
aquí he llegado abriendo portillos,
cruzando montañas y potreros,
el corazón de alegría colmado,
que por algo me llamo Conrado,
para estar entre los primeros,
que al pueblo hoy se llegarán,
para disfrutar, reír y enfiestarse.
Pero, señores, les ruego sentarse,
que ahora otra historia me oirán.

No me culpen si mis recuerdos
son parte de lo que les cuento,
porque si de ellos hago recuento,
vienen a veces veloces, otras lerdos,
pero no me dejan de acompañar,
sean llenos de alegría o de tristeza,
y constituyen la mayor riqueza,
que de gratis puedo conservar.

Entonces les hablo, no se extrañen,
de mis experiencias personales,
que algunos estaban en pañales,
y yo ya era curtido, no se engañen,
cuando me ven con esta caparazón,
ya mucha experiencia acumulo,
y si soy más terco que un mulo,
es cuando sé que tengo la razón.

Por eso les traigo historias
del presente y del pasado.
Con honor me llamo Conrado,
y esto es parte de mis memorias:

Ñor Conejo era el boticario del pueblo, nadie sabía dónde o cuando había aprendido algo sobre medicamentos y remedios, era el “médico”, el curandero, y, además, era el dentista emergente que sacaba cuanto diente o muela dolorida se le pusiera por delante sin ningún miramiento. Atendía pues, desde el niño que se había metido un grano de maíz en un oído, hasta el hombre que tenía una grave herida, o a quien había picado una terciopelo.
Parturientas no atendía porque para eso estaban las comadronas, además, ¿cuál mujer de esos lugares y épocas estaría de acuerdo en ser atendida por un hombre en tales circunstancias?
Era un hombretón grande y fofo que lo mismo aplicaba una inyección que una lavativa, igual un purgante que un poco de almidón con limón ácido para el dolor de estómago, sobaba una “pega” o entablillaba una pierna quebrada para mientras llegaba al hospital el accidentado, sajaba una infección como sacaba un nido de tórsalos, con la punta de la cuchilla perforaba una uña que acumulaba sangre bajo ella por un majonazo, como recetaba unas hojas de chile dulce calientes en los diviesos.
Todos pasaban por sus manos antes de irse para la ciudad en busca del doctor o del hospital cuando era necesario.
Había desarrollado sus mañas y su propia psicología para tratar a los pacientes, como aquella vez que a mí, siendo niño, me enviaron donde él a que me sacara una muela de la cual estaba rabiando hacía días. Como no quise ponerle la boca de buena gana, él me dijo:
—Allá veo a su tata, si no se deja sacar la muela, lo llamo para que venga y lo sostenga.
La botica quedaba en una esquina de poca altura, desde la cual, ciertamente se veía parte de la pulpería de mi padre. Yo, que había sido criado a la vieja usanza de gran respeto y consideración por los padres, me preocupé más ante aquella posibilidad que ante la angustia de la extracción, por lo que solo atiné a decir:
—No, no lo llame.
Y sentándome en la alta silla, haciendo de tripas corazón, abrí la boca cuanto pude.
Arrastraba, este hombre, una oscura fama desde antes de ser el respetado boticario del pueblo, de haber matado a alguien, fama que aunque era conocida de todos, él no se preocupaba de desmentir, antes por el contrario, creo que le gustaba que se extendiera.
A pocos kilómetros del pueblo tenía una pequeña finca y se le metió una mujer de parásita, (precarista les llaman ahora) y levantó un rancho de tablas viejas. Todos en el pueblo conocíamos a la mujer como “la Chancha’e barro”. De dónde o el porqué del sobrenombre no lo sé, pero era pequeña y gordilla, amén de que tenía un carácter bochinchero y ofensivo. Solo enemistades tenía entre la población.
El boticario, por las buenas y por las malas, le solicitó que saliera de la finca, pero ella, terca como una mula, se negó a hacerlo.
Alguno quizá habría recurrido a la violencia, ahora tal vez a las autoridades. Pero en esas épocas y lugares, el precarismo era bastante desconocido, además de que las mismas autoridades del pueblo tampoco hubieran podido hacer más que lo que ya había intentado Ñor Conejo.
Pero la astucia de Tío Conejo, el personaje de los “Cuentos de mi Tía Panchita” de Carmen Lira, no es exclusiva de ese conejo y el boticario, como ustedes lo verán, de tonto no tenía ni un pelo.
Unos días después de que el boticario le hablara a la invasora de lo ajeno sin resultado alguno, llegaron un par de peones cerca del rancho de la susodicha, llevando picos y palas, así como unas estacas y un mecate en el cual se veía un par de nudos, con él marcaron algunas medidas en el suelo, clavaron las estacas y empezaron a cavar un hueco.
La mujer, que los había visto venir desde lejos, corrió hacia ellos y les preguntó:
—¿Qué están haciendo?
—Un hueco que nos mandó hacer Ñor Conejo.
—¿Para qué?
—No sabemos, pero nos dijo que lo hiciéramos con estas medidas y que fuera suficientemente hondo, como para enterrar a alguien.
—¿Para enterrar a quién?
—No quiso decir, pero nosotros suponemos que piensa matar a alguien.
—Sí —intervino el otro peón que había estado silencioso—, ya sabemos que hace unos años había matado un hombre, ahora parece que va a matar a alguien más y para eso es este hueco.
—¿Y no les dijo quién era?
—No, pero debe ser alguien que vive cerca, porque nos dijo que hiciéramos el hueco bien cerquita del rancho para no tener que jalar el cadáver mucho.
La mujer se fue y dejó a los peones en su trabajo, el que realizaban parsimoniosamente.
Al rato los hombres llegaron al rancho y le dijeron a la mujer, que nerviosa los atendió:
—Nos vamos a ir porque parece que va a llover. Mañana volvemos en la mañana a terminarlo, tal vez usté nos venda un cafecito antes de empezar.
—Tal vez.
Al día siguiente, cuando los peones llegaron por el cafecito encontraron el rancho vacío, la mujer se había llevado sus pocas pertenencias. Sin más preámbulo sacaron la botella de canfín que llevaban en la alforja y le pegaron fuego a la casucha, luego pasaron cerca del hueco tranquilamente y se marcharon a dar cuenta al boticario.

Recuerden amables amigos:
más vale maña que fuerza.
Aunque el destino se tuerza,
y ustedes han sido mis testigos,
con buena maña y con gracia,
con ingenio y con paciencia,
con esfuerzo y persistencia,
se supera cualquier desgracia.

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